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ERICH FROMM

PROFETAS Y SACERDOTES

I

Puede decirse sin exageración alguna que el conocimiento de las grandes ideas producidas por la raza humana no estuvo nunca tan ampliamente difundido por el mundo como lo está hoy día, y que nunca fueron estas ideas menos efectivas de lo que son hoy día. Las ideas de Platón y Aristóteles, de los Profetas y de Cristo, de Espinoza y de Kant, son conocidas por millones entre las clases educadas en Europa y América. Les son enseñadas en millares de instituciones de enseñanza superior y, algunas de ellas, son predicadas por todas partes en las iglesias de todas las confesiones. Y, todo eso en un mundo que sigue los principios del egoísmo ilimitado, que engendra nacionalismos histéricos, y que se está preparando para un demencial exterminio en masa. ¿Cómo puede explicarse uno esta discrepancia?

Las ideas no influyen profundamente al hombre si se aprenden sólo como tales ideas y pensamientos. Por lo corriente, cuando son presentadas de esta manera, cambian por otras ideas; nuevos pensamientos toman el lugar de los viejos; nuevas palabras toman el lugar de las viejas. Pero todo lo que ha ocurrido es un cambio de conceptos y palabras. ¿Por qué debería ser diferente? A un hombre le es excesivamente difícil ser impulsado por ideas y captar una verdad. Respecto a esto, le es necesario superar resistencias de pura inercia profundamente arraigadas, el temor a estar equivocado, o de alejarse demasiado del rebaño. Llegar a enterarse de otras ideas, sin más, no es suficiente, aun cuando estas ideas sean en sí mismas correctas y potentes. Pero las ideas sólo tendrán un efecto sobre un hombre si la idea es vivida por aquél que la enseña; si es personificada por el maestro, si la idea aparece en carne y hueso. Si un hombre defiende la idea de humildad y es humilde, entonces aquellos que le escuchen entenderán lo que es la humildad. Y no sólo lo entenderán, sino que creerán que está hablando de una realidad, y no sólo vocalizando palabras. Lo mismo es cierto para todas las ideas que un hombre, un filósofo o un predicador religioso, pueda tratar de comunicar.

A todos aquellos que expresan ideas -y no necesariamente nuevas- y, al mismo tiempo, las viven, podemos llamarlos profetas . Los profetas del Antiguo Testamento hicieron precisamente esto: expresaron la idea de que el hombre debía encontrar una respuesta a su existencia, y que esta respuesta era el desarrollo de su razón, de su amor; y enseñaron que la humildad y la justicia estaban inseparablemente unidas al amor y la razón. Vivieron lo que predicaron. No buscaban el poder, sino que lo evitaban. Ni siquiera el poder que daba el ser profeta. No les impresionaba la fuerza y propagaban la verdad, incluso si esto les llevaba a la prisión, al ostracismo, o a la muerte. No eran hombres que se apartaran del mundo y esperaran a ver qué iba a ocurrir. Correspondían a sus seguidores porque se sentían responsables. Lo que les ocurría a los otros, les ocurría a ellos. La humanidad no estaba fuera, sino dentro de ellos. Precisamente porque veían la verdad, se sentían responsables de comunicarla; no amenazaban, pero mostraban las alternativas con las que se enfrentaba el hombre. No es el caso que un profeta desee ser profeta; de hecho, sólo los falsos tienen la ambición de serlo. El convertirse en profeta es cosa suficientemente simple, porque las alternativas que ve son suficientemente simples. El profeta Amós expresó esta idea muy sucintamente: “El león ha rugido: ¿quién no tendrá miedo? Dios ha hablado: ¿quién no será profeta?” la frase “Dios ha hablado”, significa aquí simplemente que la elección es ya, sin error posible, totalmente clara. Ya no puede haber más duda. Ya no puede haber más evasión. De ahí que el hombre que se siente responsable no tiene otra elección que convertirse en profeta, tanto si ha estado apacentando sus ovejas, como cuidando sus viñas, o desarrollando y enseñando sus ideas. Es la función del profeta, mostrar la realidad, mostrar alternativas y protestar; es su función vocear bien alto, despertar al hombre de su acostumbrado sopor. Es la situación histórica la que crea profetas, no el deseo de algunos hombres de ser profetas.

Muchas naciones han tenido sus profetas. Buda vivió sus enseñanzas; Cristo se mostró de carne y hueso; Sócrates murió de acuerdo con sus ideas; Espinoza las vivió. Y todos ellos dejaron una huella profunda en la raza humana, precisamente porque la idea de cada uno de ellos se había manifestado en su propia carne.

Los profetas aparecen sólo a intervalos en la historia de la humanidad. Mueren y dejan su mensaje. El mensaje es aceptado por millones, se les hace entrañable. Ésta es precisamente la razón por la que la idea se hace explotable para otros, que pueden hacer uso de la adhesión del pueblo a esas ideas para sus propios propósitos: los de gobernar y controlar. Vamos a llamar sacerdotes a los hombres que utilizan la idea que los profetas han anunciado. Los profetas viven sus ideas. Los sacerdotes las administran al pueblo que está vinculado a la idea. La idea ha perdido su vitalidad. Se ha convertido en una fórmula. Los sacerdotes declaran que es muy importante cómo sea formulada la idea; naturalmente la formulación es importante después de que la experiencia esté muerta; ¿de qué otro modo se podría controlar a la gente, controlando sus pensamientos, a menos que haya la formulación “correcta”? Los sacerdotes utilizan la idea para organizar a los hombres, para controlarlos mediante el dominio de la expresión apropiada de la idea, y cuando han anestesiado al hombre lo bastante, declaran que el hombre no es capaz de velar por sí mismo y dirigir su propia vida, y que ellos, los sacerdotes, actúan por deber, o hasta por compasión, cuando llevan a cabo su función de dirigir a hombres, que, si se les deja solos, tienen miedo a la libertad. Es verdad que no todos los sacerdotes han actuado así, pero la mayoría de ellos, sí, especialmente aquellos que han detentado el poder.

Hay sacerdotes no sólo en religión. Hay sacerdotes en filosofía y sacerdotes en política. Todas las escuelas filosóficas tienen sus sacerdotes. Con frecuencia son muy estudiosos; es su trabajo administrar la idea del pensador original, comunicarla, interpretarla, hacer de ella un objeto de museo, para poder así guardarla. Luego hay los sacerdotes políticos , de ellos hemos visto suficientes en los últimos cincuenta años. Han administrado la idea de la libertad para proteger los intereses económicos de su clase social. En el siglo XX, los sacerdotes se han encargado de la administración de la idea del socialismo. Mientras esta idea tenía como objetivo la liberación e independencia del hombre, los sacerdotes declararon de un modo u otro que el hombre no era capaz de ser libre, o que, al menos, no lo seria por largo tiempo. Hasta entonces, se veían obligados a hacerse cargo de la idea y decidir cómo debía ser formulada, y quién era un verdadero creyente y quién no. Los sacerdotes acostumbran a confundir al pueblo porque pretenden que son los sucesores del profeta, y que viven lo que predican. No obstante, aunque un niño podría ver que viven del modo precisamente opuesto a lo que predican, la gran masa de la gente ha sido sometida eficazmente a un lavado de cerebro y, finalmente, llegan a creerse que si los sacerdotes viven en el esplendor, lo hacen por el espíritu de sacrificio, porque tienen que representar la gran idea; o si asesinan despiadadamente, sólo lo hacen por causa de la fe revolucionaria.

Ninguna situación histórica podría ser más apropiada para el surgimiento de profetas que la nuestra. La existencia de la raza humana entera está amenazada por la locura de la preparación hacia una guerra nuclear. Una mentalidad de la edad de piedra y una ceguera absoluta han conducido hasta el punto en que la especie humana parece dirigirse rápidamente hacia el mágico fin de su historia, en el preciso momento en que está cerca de su realización más grandiosa. En este punto, la humanidad necesita profetas, aun cuando es de dudar que sus voces prevalezcan contra la de los sacerdotes.

Entre los pocos, en quienes la idea se ha manifestado en la propia carne y a quienes la situación histórica de la humanidad ha transformado de maestros en profetas, está Bertrand Russell. Resulta que es un gran pensador, pero esto no es realmente esencial para ser profeta. Él, junto con Einstein y Schweitzer, representa la respuesta de la humanidad occidental a la amenaza de su existencia, porque ellos tres han aclarado, han avisado, y han señalado, las alternativas. Schweitzer vivió la idea del cristianismo trabajando en Lambaréné. Einstein vivió la idea de la razón y del humanismo rehusando unirse a las histéricas voces del nacionalismo de la intelectualidad alemana de 1914 y muchas veces después. Bertrand Russell expresó durante varias décadas sus ideas sobre racionalidad y humanismo en sus libros; pero en los últimos años, ha salido a la plaza pública para enseñar a todos los hombres que, cuando las leyes del país se hallan en contradicción con las leyes de la humanidad, un hombre de verdad tiene que decidirse por las leyes de la humanidad.

Bertrand Russell ha comprendido que la idea, incluso si está encarnada en una persona, gana en significación social sólo en el caso de que esté representada por un grupo. Cuando Abraham discutió con Dios sobre la suerte de Sodoma, y puso en tela de juicio la justicia divina, pidió que Sodoma fuera perdonada si había sólo diez hombres justos, pero no menos. Si había menos de diez, es decir, si no había ni siquiera el grupo más pequeño en que se hubiera mantenido la idea de la justicia, entonces ni Abraham podía esperar que la ciudad se salvara. Bertrand Russell trata de demostrar que hay diez que pueden salvar la ciudad. Por esto es por lo que ha organizado a la gente, que ha marchado con ellos y se ha sentado con ellos y ha sido llevado con ellos en furgonetas de la policía. Aunque su voz es una voz en el desierto, no es, sin embargo, una voz aislada. Es el director de un coro; si se trata del coro de una tragedia griega o el de la novena sinfonía de Beethoven, sólo la historia de aquí a unos pocos años lo revelará.

II

Entre las ideas que Bertrand Russell encarna con su vida, quizá la primera que deba ser mencionada es la del derecho y el deber del hombre a la desobediencia.

Por desobediencia no entiendo la desobediencia del rebelde sin causa, que desobedece porque no tiene ningún compromiso con la vida, a no ser el de decir “no”. Este tipo de desobediencia rebelde es tan ciega e impotente como su opuesta, la obediencia conformista que es incapaz de decir “no”. Me estoy refiriendo al hombre que puede decir “no” porque puede afirmar: que puede desobedecer precisamente porque puede obedecer a su conciencia y a los principios que ha elegido; me refiero al revolucionario, no al rebelde.

En la mayoría de los sistemas sociales, la obediencia es la suprema virtud, la desobediencia el pecado supremo. De hecho, en nuestra cultura, mucha gente, cuando se siente “culpable”, lo que siente en realidad es miedo porque ha sido desobediente. Los hombres no están, como ellos creen, realmente consternados por causa de un precepto moral, sino por el hecho de haber desobedecido un mandato. Esto no es sorprendente; después de todo, la doctrina cristiana ha interpretado la desobediencia de Adán como un hecho que le corrompió a él y a su descendencia tan fundamentalmente, que sólo la acción especial de la gracia divina puede salvar al hombre de su corrupción. Esta idea estaba, naturalmente, de acuerdo con la función social de la Iglesia, que sostenía el poder de los gobernantes enseñando la pecaminosidad de la desobediencia. Sólo aquellos hombres que consideraron seriamente las enseñanzas bíblicas de humildad, fraternidad y justicia se rebelaron contra la autoridad seglar, con el resultado de que la Iglesia, demasiado frecuentemente, les tildó de rebeldes y pecadores ante Dios. El protestantismo, en su versión principal, no alteró esto. Por el contrario, mientras que la Iglesia católica mantuvo viva la conciencia de la diferencia entre una autoridad secular y espiritual, el protestantismo se alió con el poder seglar. Lutero daba sólo la primera expresión drástica de esta tendencia cuando escribía sobre los campesinos revolucionarios alemanes del siglo XVI: “Por lo tanto, todos los que podamos vayamos a castigarlos, herirlos y matarlos, secreta o abiertamente, recordando que nada puede envenenar más, ser más perjudicial, o diabólico, que una rebelión”.

A pesar de la desaparición del terror religioso, los sistemas políticos autoritarios han continuado haciendo de la obediencia la piedra fundamental humana de su existencia. Las grandes revoluciones de los siglos XVII y XVIII lucharon contra la autoridad real, pero pronto volvió el hombre a hacer una virtud de la obediencia a los sucesores de los reyes, fuera cual fuera el nombre que tomaran. ¿Dónde está la autoridad hoy día? En los países totalitarios hay la autoridad patente del Estado, que se apoya en el robustecimiento del respeto a la autoridad en la familia y en la escuela. Las democracias occidentales, por otra parte, se sienten orgullosas de haber superado el autoritarismo del siglo XIX. Pero ¿ha sido así realmente, o sólo ha cambiado el carácter de la autoridad?

Este siglo, es el siglo de las burocracias jerárquicamente organizadas en el gobierno, los negocios y las uniones laborales. Estas burocracias administran cosas y hombres como un todo único; siguen ciertos principios, especialmente el principio económico del balance, la cuantificación, la máxima eficacia y provecho, y funcionan esencialmente como un computador electrónico que hubiera sido programado según esos principios. El individuo se convierte en un número, se transforma en una cosa. Pero precisamente porque la autoridad no es patente, porque no está “forzado” a obedecer, el individuo se halla bajo la ilusión de que actúa voluntariamente, de que sigue sólo su propia voluntad y decisión, o de que sigue sólo a una autoridad “racional”. ¿Quién puede desobedecer lo “razonable? ¿Quién puede desobedecer si ni siquiera se da cuenta de estar obedeciendo? Lo mismo ocurre en la familia y en la educación. La corrupción de las teorías de educación progresista han llevado a un método en que no se le dice al niño lo que debe hacer, no se le dan órdenes, no se le castiga por su descuido en cumplirlas. El niño sólo se expresa a sí mismo”. Pero está saturado desde el primer día de su vida de un respeto morboso hacia la conformidad, del temor a ser “diferente”, del pavor de estar alejado del resto del rebaño. El “hombre-organización”, así criado en la familia y en la escuela, teniendo su educación completa en la gran organización, tiene opiniones, pero no convicciones; se divierte, pero es infeliz; hasta desea sacrificar su vida y la de sus hijos en nombre de una obediencia involuntaria a poderes impersonales y anónimos. Acepta los cálculos de muertes que están de moda en las discusiones sobre la guerra termonuclear; la mitad de la población de un país muerta: “bastante aceptable”; dos tercios muertos: “quizá no”.

La cuestión de la desobediencia es hoy de vital importancia. Mientras que según la Biblia, la historia humana empezó con un acto de desobediencia -Adán y Eva-, y según el mito griego, la civilización empezó con el acto de desobediencia de Prometeo, no es inverosimil que la historia humana vaya a terminarse por un acto de obediencia, por la obediencia a autoridades que, a su vez, obedecen a fetiches arcaicos como “la soberanía del Estado”, “el honor nacional”, “la victoria militar”, y que darán las órdenes de pulsar los botones fatales a aquellos que les obedecen a ellos y a sus fetiches.

La desobediencia, entonces, en el sentido en que la consideramos aquí, es un acto de afirmación de la razón y de la voluntad. No es primariamente una actitud dirigida contra algo, sino por algo; por la capacidad del hombre de ver, de decir lo que ve, y de negarse a decir lo que no ve. Al hacerlo así, no necesita ser agresivo o rebelde; necesita tener sus ojos abiertos, estar completamente despierto y queriendo tomar la responsabilidad de abrir los ojos a aquellos que están en peligro de perecer porque están medio dormidos.

Karl Marx escribió una vez que Prometeo, que decía que “antes sería encadenado a su roca que ser el siervo obediente de los dioses”, es el santo patrón de todos los filósofos. Bertrand Russell, también un filósofo, está renovando esta función prometeica en su propia vida.

La afirmación de Marx apunta muy claramente al problema de la conexión entre filosofía y desobediencia. La mayoría de los filósofos no desobedecieron a las autoridades de su tiempo. Sócrates obedeció al morir, Espinoza renunció a la posición de profesor antes que entrar en conflicto con la autoridad, Kant fue un fiel ciudadano, Hegel cambió sus simpatías revolucionarias de juventud por la glorificación del Estado en sus últimos años. Pero, a pesar de todo eso, Prometeo fue su santo patrón. Es cierto que permanecieron en sus salas de conferencias y estudios y no bajaron a la plaza pública, y había muchas razones para esto que no vamos a discutir ahora. Pero, como filósofos, fueron desobedientes respecto a la autoridad de los pensamientos y conceptos tradicionales, a los clichés que eran creídos y enseñados. Aportaban luz en la oscuridad, despertaban a aquellos que estaban medio dormidos, “se atrevieron a conocer”.

El filósofo desobedece a los clichés y a la opinión pública, porque obedece a la razón y a la humanidad. Es precisamente por el hecho de que la razón es universal y trasciende todos los límites nacionales, que el filósofo que sigue a la razón es un ciudadano del mundo; el hombre es su objeto, no esta o aquella persona, esta o aquella nación. El mundo es su patria, no el lugar donde nació.

Nadie ha expresado más brillantemente la naturaleza revolucionaria del pensamiento como lo ha hecho Bertrand Russell: “Los hombres -escribió en Principles of Social Reconstruction (1916) - temen al pensamiento más de lo que temen a cualquier otra cosa del mundo; más que la ruina, incluso más que la muerte. El pensamiento es subversivo y revolucionario, destructivo y terrible. El pensamiento es despiadado con los privilegios, las instituciones establecidas y los hábitos confortables; el pensamiento es anárquico y fuera de la ley, indiferente a la autoridad, descuidado con la sabiduría leal del pasado. El pensamiento pone sus ojos en el pozo del infierno y no se asusta. Ve al hombre como una débil mancha, rodeado de abismos insondables de silencio; sin embargo, se sostiene orgulloso, tan impasible como si fuera el señor del universo. El pensamiento es grande, ligero y libre, la luz del mundo y la mayor gloria del hombre.

Pero si el pensamiento ha de ser la posesión de muchos, no el privilegio de unos pocos, tenemos que habérnoslas con el miedo. Es el miedo lo que detiene al hombre, miedo de que sus creencias entrañables no vayan a resultar ilusiones, miedo de que las instituciones con las que vive no vayan a resultar dañinas, miedo de que ellos mismos no vayan a resultar menos dignos de respeto de lo que habían supuesto. “¿Va a pensar libremente el trabajador sobre la propiedad? Entonces, ¿qué será de nosotros, los ricos? ¿Van a pensar libremente los muchachos y las  muchachas jóvenes sobre el sexo? Entonces, ¿qué será de la moralidad? ¿Van a pensar libremente los soldados sobre la guerra? Entonces, ¿qué será de la disciplina militar?
¡Fuera el pensamiento! ¡Volvamos a los fantasmas del prejuicio, no vayan a estar la propiedad, la moral y la guerra en peligro! Es mejor que los hombres sean estúpidos, amorfos y tiránicos, antes de que sus pensamientos sean libres. Puesto que si sus pensamientos fueran libres, seguramente no pensarían como nosotros. Y este desastre debe evitarse a toda costa.”
Así arguyen los enemigos del pensamiento en las profundidades inconscientes de sus almas. Y así actúan en las iglesias, escuelas y universidades."

La aptitud de Bertrand Russell para desobedecer radica, no en algún tipo de principio abstracto, sino en la experiencia más real que existe: su amor a la vida. Este amor a la vida brilla a través de sus escritos, lo mismo que a través de su personalidad. Es una cualidad rara hoy en día, especialmente rara en los países en que los hombres viven en la abundancia. Muchos confunden las emociones con la alegría, los estímulos con el interés, el consumirse con el ser. El slogan necrofílico “Viva la muerte”, aunque usado conscientemente por los fascistas, llena los corazones de mucha gente que vive en los países ricos, aunque ellos mismos no se dan cuenta. Parece que en este hecho se basa una de las razones que explican por qué la mayoría de la gente se resigna a aceptar la guerra nuclear y la consiguiente destrucción de la civilización, y dan tan pocos pasos para prevenir esta catástrofe. Bertrand Russell, por el contrario, lucha contra la matanza que nos amenaza, no porque sea un pacifista, no porque está implicado algún principio abstracto, sino precisamente porque es un hombre que ama la vida. Exactamente por la misma razón, el no es útil a esas voces que gustan de cantar la maldad del hombre, con lo que se describen así más a ellos mismos y a sus propios caracteres sombríos que a los demás hombres. Pero, Bertrand Russell no es tampoco un romántico sentimental. Es un realista, perpicaz, crítico, cáustico; es consciente de las profundas raíces del mal y de la estupidez arraigadas en el corazón del hombre; pero no confunde este hecho con una corrupción pretendidamente innata que sirve para racionalizar los puntos de vista de aquellos que son demasiado lóbregos para creer en la capacidad del hombre para construir un mundo en el que se encuentre como en su propio hogar. “Excepto para aquellos escasos espíritus -escribió Russell en Mysticism and Logic: A free Man´s Worship (1903)- que han nacido sin pecado, hay una caverna oscura que se debe atravesar antes que se pueda entrar en aquel templo. La entrada de la caverna es la desesperación, y su suelo está empedrado con las lápidas de esperanzas abandonadas. Ahí debe morir el Yo; ahí el afán, la avidez del deseo indómito deben ser liquidados, pues sólo así puede el alma ser liberada del Imperio de la Ruina. Pero, fuera de la caverna, la Puerta de la Renunciación conduce de nuevo a la luz de la sabiduría, gracias a cuyos rayos una nueva percepción, una nueva alegría, una nueva ternura, siguen brillando para henchir el corazón del peregrino”. Y, más tarde, en sus Philosophical Essays (1910), escribió: “Pero para aquellos que creen que la vida en este planeta sería una vida encarcelada si no fuera por las ventanas abiertas a un mundo más grande; para aquellos que consideran arrogante la creencia en la omnipotencia del hombre, que prefieren la libertad estoica que proviene del dominio sobre las pasiones, antes que el dominio napoleónico que ve los reinos de este mundo a sus pies, en una palabra, para los hombres que no consideran al Hombre un objeto adecuado de su culto, el mundo pragmático será estrecho y despreciable, arrebatando a la vida todo lo que le da valor, y haciendo al mismo Hombre más insignificante privándole del universo que contempla en todo su esplendor”. Russell expresó brillantemente sus opiniones sobre la pretendida maldad del hombre en los Unpopular Essays (1950): “Los niños, después de haber sido hijos de Satán en la teología tradicional y ángeles místicamente iluminados en las mentes de los educadores reformistas, han vuelto a ser pequeños diablos, no demonios teológicamente inspirados por el Angel del Mal, sino científicas abominaciones freudianas inspiradas por el inconsciente. Son ahora, hay que reconocerlo, mucho más perversos de lo que eran en las diatribas de los monjes; exhiben en los libros de texto modernos una ingenuidad y persistencia en imaginaciones pecaminosas, respecto a las cuales no hubo nada comparable en el pasado, excepto san Antonio. ¿Es esto la verdad objetiva final? ¿O es meramente una compensación imaginativa al adulto al no permitírsele ya zurrar a los pequeños traviesos? Dejemos que los freudianos se respondan unos a otros”. Otra cita de los escritos de Russell, muestra cuán profundamente ha experimentado la alegría de vivir este pensador humanista: “El amante -escribe en The Scientific Outlook (1931)-, el poeta y el místico, encuentran una satisfacción más plena que la que el deseoso de poder pueda conocer nunca, una vez puede retener el objeto de su amor; en cambio, el deseoso de poder debe estar constantemente ocupado en alguna nueva manipulación, si no quiere sufrir de un sentimiento de vacío. Cuando me llegue el momento de morir no sentiré que he vivido en vano. He visto la tierra enrojecerse al atardecer, el rocío centelleando por la mañana y la nieve brillando bajo el frío sol; he sentido el olor de la lluvia después de la sequía y he oído el tormentoso Atlántico golpeando las costas graníticas de Cornwall. La ciencia puede conceder estos y otros goces a más gente de la que, de otro modo, podría disfrutar de ellos. Si así se hace, su poder será utilizado sabiamente. Pero, cuando arrebata a la vida los momentos a los cuales la vida debe su valor, la ciencia no es digna de admiración, por muy inteligente y elaborada que sea para conducir a los hombres por el camino de la desesperación”.

Bertrand Russell es un estudioso, un hombre que cree en la razón. Pero cuán diferente es él de la mayoría de los hombres cuya profesión es la misma: el estudio. Para éstos, lo que cuenta es la comprensión intelectual del mundo. Están seguros de que su intelecto agota la realidad y que no hay nada de importancia que no pueda ser captado por él. Son escépicos respecto a todo lo que no pueda ser comprendido en una fórmula intelectual, pero son ingenuamente no-escépticos respecto a sus propios estudios científicos. Están más interesados en los resultados de sus pensamientos que en el proceso de iluminación que tiene lugar en la persona que pregunta. Russell habla de este tipo de proceder intelectual al discutir el pragmatismo en sus Philosophical Essays (1910): “El pragmatismo -escribe- atrae al temperamento que encuentra en la superficie de este planeta la totalidad de su material imaginativo; a quien siente confianza en el progreso y descuida las limitaciones no humanas del poder humano; a quien ama la lucha, con todos los riesgos que la acompañan, porque no duda que logrará en realidad la victoria; a quien le gusta la religión, como le gustan los ferrocarriles y la luz electrica, como un consuelo y ayuda en los asuntos de este mundo, y no para proveer de objetos no-humanos que satisfagan al hombre su hambre de perfección y de algo que pueda ser adorado sin reservas.

Pero, para aquellos que creen que la vida en este planeta sería una vida encarcelada si no fuera por las ventanas abiertas a un mundo más grande; para aquéllos que consideran arrogante la creencia en la omnipotencia del hombre, que prefieren la libertad estoica que previene del dominio sobre las pasiones antes que el dominio napoleónico que ve los reinos de este mundo a sus pies, en una palabra, para los hombres que no consideran al Hombre un objeto adecuado para su culto, el mundo pragmatista les será estrecho y despreciable, arrebatando a la vida todo lo que le da valor, y haciendo al mismo Hombre más insignificante, privándole del universo que contempla en todo su esplendor.”

Para Russell, contrariamente al pragmatismo, el pensamiento racional no es la búsqueda de la seguridad, sino una aventura, un acto de auto-liberación y de valentía, que transforma al pensador haciéndole más despierto y más lleno de vida.

Bertrand Russell es un hombre de fe. No de fe en el sentido teológico, sino de fe en el poder de la razón, fe en la capacidad del hombre para crear su propio paraíso a través de sus propios esfuerzos. “En lo que se estima la duración del tiempo geológico -escribía en Man´s Peril from the Hydrogen Bomb (1) (1954)- el hombre ha existido hasta ahora durante un período muy corto: 1.000.000 de años a lo sumo. Lo que ha realizado, especialmente durante los últimos 6.000 años, es algo totalmente nuevo en la historia del Cosmos, por lo menos en lo que nosotros alcanzamos a conocer. Por siglos incontables, el Sol ha salido y se ha puesto, la Luna ha crecido y decrecido, las estrellas han brillado por la noche, pero fue sólo con la llegada del Hombre que estas cosas fueron comprendidas. En el gran mundo de la astronomía y en el pequeño mundo del átomo, el Hombre ha revelado secretos que se habría podido pensar que eran indescifrables. En arte, literatura, religión, algunos hombres han mostrado una sublimidad de sentimientos que hace que valga la pena preservar la especie. ¿Merece todo esto acabar en un puro horror porque tan pocos son capaces de pensar en el hombre más que en este o aquel grupo de hombres? ¿Es nuestra raza tan desprovista de sabiduría, tan incapaz de amor imparcial, tan ciega incluso para los dictados más simples de la autoconservación, que la última prueba de su estúpida inteligencia ha de ser la exterminación de la vida entera de nuestro planeta? Pues no serán sólo los hombres quienes perecerán, sino también los animales y plantas, a quienes nadie puede acusar de comunismo o anticomunismo. No puedo creer que éste deba ser el fin. Desearía que los hombres olvidaran por un momento sus pendencias y meditaran que, si se permiten a sí mismos sobrevivir, hay todas las razones para esperar que los triunfos del futuro superarán sin medida alguna los triunfos del pasado. Ahí está, ante nosotros, si así lo queremos, un progreso continuo en felicidad, conocimiento y sabiduría. ¿Vamos, en cambio, a elegir la muerte porque no podemos olvidar nuestras disputas? Hago un llamamiento, como ser humano que soy a otros seres humanos: recordad vuestra humanidad y olvidad el resto. Si podéis obrar así, el camino está abierto hacia un nuevo Paraíso; si no podéis, nada queda ante vosotros salvo la muerte universal.”

Esta fe radica en una cualidad sin la cual ni su filosofía ni su lucha contra la guerra podrían entenderse: su amor a la vida. Para mucha gente, esto puede que no signifique gran cosa; creen que todo el mundo ama la vida. ¿Acaso no se apega uno a ella cuando está amenazado, acaso no tiene uno muchas alegrías en la vida y mucha excitación gozosa?

En primer lugar, el hecho es que la gente no se apega a la vida cuando ésta se halla amenazada; ¿de qué otro modo podría explicarse la pasividad ante la amenaza de la masacre nuclear? Además, la gente confunde las excitaciones con la alegría, las emociones con el amor a la vida. Están “sin alegría en medio de la abundancia”. El hecho es que todas las virtudes por las que se alaba al capitalismo -iniciativa individual, predisposición a arriesgarse, independencia-, hace tiempo que han desaparecido de la sociedad industrial, y sólo se encontrarán principalmente en las películas del Oeste y entre los gangsters. En el industrialismo burocratizado, centralizado, sin considerar la ideología política, hay un creciente número de gente que está “hastiada” de la vida y quiere morir para acabar con su aburrimiento. Son los que dicen “antes muerto que rojo”; pero, por debajo, su lema es: “antes muerto que vivo”. La forma extrema de una tal orientación se podía encontrar en aquellos fascistas, cuyo lema era: “Viva la muerte”.

Sin embargo, la atracción de la muerte, que Unamuno llamó necrofilia, no es un producto sólo de los fascistas. Es un fenómeno profundamente arraigado en una cultura que está crecientemente dominada por las organizaciones burocráticas de las grandes corporaciones, gobiernos y ejércitos, y por el importante papel que juegan las manufacturas, artefactos y máquinas. Este industrialismo burocrático tiende a transformar a los seres humanos en cosas. Tiende a reemplazar la naturaleza por aparatos técnicos, lo orgánico por lo inorgánico. Una de las primeras expresiones de este amor a la destrucción, a las máquinas, y del desprecio hacia la mujer (la mujer es una manifestación de la vida para el hombre, lo mismo que el hombre es una manifestación de la vida para la mujer), se puede encontrar en el Manifiesto futurista (1909) de Marinetti, uno de los precursores intelectuales del Fascismo italiano.

Escribió: “...4. Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza; la belleza de la velocidad. Un automóvil de carreras, su armazón adornada con grandes tubos, como serpientes con aliento explosivo... un automóvil rugiente, que parece como si corriera sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia.

“5. Cantaremos al hombre en el volante, cuyo pie ideal atraviesa la Tierra, veloz sobre el circuito de su órbita.

“...8. ¿Por qué deberíamos mirar atrás, si hemos de violar los misteriosos portales de lo imposible? Tiempo y Espacio murieron ayer. Ya vivimos en lo absoluto, puesto que ya hemos creado velocidad, eterna y siempre presente.

“9. Queremos glorificar la Guerra - el único remedio saludable del mundo - militarismo, patriotismo, el arma destructiva del Anarquista, las bellas Ideas que matan, el desprecio a la mujer.

“10. Queremos destruir museos, bibliotecas, luchar contra el moralismo, el feminismo y todas las vilezas oportunistas y utilitarias.”

En verdad, no hay mayor distinción entre seres humanos que la que hay entre los que aman la vida y los que aman la muerte. Este amor a la muerte es una adquisición típicamente humana. El hombre es el único animal que puede aburrirse, es el único animal que puede amar la muerte. El hombre impotente (no me refiero a la impotencia sexual), aunque no puede crear la vida, la puede destruir, y así trascenderla. El amor a la muerte en medio de la vida es la perversión por excelencia. Hay algunos que son verdaderos necrófilos, y saludan a la guerra y la promueven, aun cuando generalmente no se dan cuenta de sus motivaciones y racionalizan sus deseos teniéndose por servidores de la vida, el honor o la libertad. Son probablemente la minoría; pero hay muchos que no han hecho nunca la elección entre la vida y la muerte, y que se han evadido en las ocupaciones diarias para disimularlo. No saludan a la destrucción, pero tampoco saludan la vida. Están faltos de la alegría de vivir, que sería necesaria para oponerse vigorosamente a la guerra.

Goethe dijo una vez que la distinción más profunda entre varios períodos históricos se halla entre confianza y desconfianza, y añadió que todas las épocas en que domina la confianza son brillantes, en progresiva elevación y fructíferas, mientras que aquellas en que domina la desconfianza desaparecen porque nadie se preocupa de dedicarse a lo infructuoso. Me parece que la “confianza” de que hablaba Goethe está profundamente enraizada con el amor a la vida. Las culturas que crean las condiciones para amar a la vida son también culturas con confianza; aquellas que no pueden crear este amor tampoco pueden crear confianza.

Bertrand Russell es un hombre que confía. Al leer sus libros, y al contemplar sus actividades en favor de la paz, su amor a la vida me parece el móvil principal de su persona entera. Avisa al mundo de la sentencia de muerte que le amenaza, precisamente tal como hicieron los profetas, porque ama la vida en todas sus formas y manifestaciones. Él, también como los profetas, no es un determinista que pretende que el futuro histórico está ya “determinado”; es un “alternativista”, que ve que lo que está determinado son ciertas alternativas limitadas y averiguables. Nuestra alternativa está entre el fin de la carrera de armamentos nucleares o la destrucción. Que la voz de este profeta vaya a triunfar sobre las voces de la ruina y del cansancio, depende del grado de vitalidad que haya conservado el mundo y, especialmente, las generaciones más jóvenes. Si hemos de perecer, no nos podremos lamentar de no haber sido avisados.

(1) “El hombre en peligro por la bomba de hidrógeno” (N. del T.)



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