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CÓMO SER LIBRE Y FELIZ

por Bertrand Russell

Este ensayo fue primero una conferencia pronunciada en la Escuela Rand de Ciencias Sociales, de Nueva York, bajo los auspicios de la Young People´s Socialist League, el 28 de mayo de 1924, y a fines de ese año fue publicada por la Escuela Rand.

El tema del que debo hablarles esta noche es muy modesto y fácil: “Cómo ser libre y feliz”. No sé si puedo darles una receta, como la de un libro de cocina, que cada uno de ustedes pueda aplicar. En esta última ocasión que doy una charla pública en Estados Unidos, deseo decir algunas cosas en las que creo firmemente y considero, por mi propia experiencia, como muy importantes, cosas que en charlas anteriores en este país no he tenido muchas oportunidades de decir.

Tal vez alguno de ustedes, y desde luego muchas personas en todas partes, dirán que la respuesta a la cuestión “cómo ser libre y feliz” se resume en una sencilla frase: “¡Consigue unos buenos ingresos!”. Creo que es una respuesta generalmente aceptada, y si la propongo me habré ganado el asentimiento de todos los que no están aquí presentes. Sin embargo, creo que es un error imaginar que el dinero, los ingresos, tienen mucha más importancia para conseguir la felicidad de la que realmente tienen. Durante mi vida he conocido a muchas personas ricas y apenas recuerdo a alguna de ellas que pareciese feliz o rica. He conocido a muchas personas que eran pobres en extremo, y tampoco podía decirse que fuesen libres y felices. Pero en los escalones intermedios es donde se encuentra la mayor parte de la felicidad y la libertad. No es la gran riqueza o la gran pobreza lo que proporciona más felicidad.

He aquí mi impresión al respecto. Cuando hablamos de las condicioines externas de la felicidad (voy a referirme principalmente a las condiciones en la propia mente, las condiciones internas), no cabe duda de que una persona debe tener lo suficiente para alimentarse, cubiertas las necesidades básicas de la vida y lo necesario para cuidar de sus hijos. Cuando uno dispone de esas cosas, tiene todo lo que contribuye realmente a la felicidad. Más allá sólo se multiplican las preocupaciones y la ansiedad. Así pues, no creo que una enorme riqueza sea la solución. En cuanto a las condiciones externas de la felicidad, yo diría que en este país, por lo que respecta al problema material de la producción de bienes, lo tienen totalmente resuelto. Si los bienes producidos se distribuyeran con justicia, eso sería ciertamente una verdadera contribución hacia la felicidad. El problema que se plantea es doble. En primer lugar, se trata de un problema político: asegurar las ventajas de su producción sin rival para un círculo más amplio. Por otro lado, tenemos el gran problema psicológico de aprender a obtener el bien de estas condiciones materiales creadas por nuestra era industrial. Creo que ahí es donde más ha fallado la modernidad, en el lado psicológico, el de ser capaces de gozar de las oportunidades que hemos creado. Y creo que esto se debe a una serie de causas.

Atribuiría en parte esta situación al efecto del puritanismo en su decadencia. En sus buenos tiempos, el puritanismo fue una concepción de la vida que llenaba las mentes y hacía feliz a la gente. Cualquier cosa que llene la mente hace a la gente feliz. Pero ya no existe una creencia generalizada en los postulados del puritanismo. Se han retenido ciertos principios que están conectados con el puritanismo, aunque quizá no de una manera muy evidente. En primer lugar, existe cierta clase de actitud moral, es decir, una tendencia a buscar defectos en los demás y a pensar que es muy importante mantener ciertas formas de conducta. Hay una serie de antiguos tabúes y reglas heredadas en los que la gente no cree, pero que sigue obedeciendo porque siempre han estado ahí, pero esos tabúes y reglas no llegan al fondo del asunto. Lo que más ha sobrevivido del puritanismo es el desprecio de la felicidad, no del placer, sino ¡el desprecio de la felicidad! Entre los rebeldes existe un deseo muy grande de placer pero muy poca vivencia de la felicidad en contraste con el placer, y eso ha penetrado en nuestro concepto de placer y felicidad.

Durante mucho tiempo la actitud puritana consistió en hacer creer a la gente que el placer era algo infame, y debido a esa creencia quienes no eran infames se dedicaban a aproducir las mejores formas de placer como el arte, etcétera, y por consiguiente el placer llegó a ser tan infame como los puritanos decían que era. Sigue ocurriendo que las naciones, como la de ustedes y la mía, que han pasado por esa fase puritana son incapaces de obtener felicidad e incluso placer, es decir, un placer que no sea trivial. Sólo las formas menos valiosas de placer sobreviven a pesar de esa dominación puritana. Creo que ésa es quizá la razón principal por la que el puritanismo, dondquiera que haya existido, se ha revelado tan destructor del arte, porque el arte, al fin y al cabo, es la búsqueda de cierta clase, probablemente la mas suprema y perfecta, de placer. Y si uno cree que el placer es malo, el arte es malo. Ésa es una de las cosas que debemos al puritanismo.

Otra de las cosas que le debemos es la creencia en el trabajo. He dedicado la mayor parte del tiempo que he pasado en América a predicar la ociosidad. En mi juventud tomé la decisión de que no dejaría de predicar una doctrina simplemente porque yo no la he practicado. No he podido practicar la doctrina de la ociosidad porque predicarla requiere mucho tiempo. No me refiero a la ociosidad en el sentido literal, pues mucha gente, la inmensa mayoría de la raza blanca, no disfruta sentada al sol sin hacer nada. Nos gusta estar atareados. La ociosidad a que me refiero es simplemente un trabajo o actividad que no forma parte de su trabajo profesional regular. Bajo la influencia de este dogma, el puritanismo nos ha obligado a conservar entre nuestras creencias actuales la idea de que la parte importante de nuestra vida es el trabajo. Eso, en cualquier caso, es aplicable a la mayor parte de la humanidad: que la parte importante de lo que hacemos es la de perseverar en nuestros negocios y conseguir una fortuna que podamos legar a nuestros descendientes, y que ellos, a su vez, consigan una fortuna mayor para dejarla a los suyos. Este propósito ha ocupado el lugar que antes tenía vivir para alcanzar el cielo, pues en los viejos tiempos del puritanismo trátabamos de prescindir de los placeres a fin de ganar el cielo.

El cielo ha desaparecido, pero no así la idea de vivir de manera que dejemos una gran fortuna, y la clase de vida que se requiere para ese propósito es en gran manera la misma que se requería para el otro: prescindir el goce presente en favor de los beneficios futuros. Eso es lo que hemos conservado de la vieja actitud puritana, y creo que eso no es, en su forma moderna, una actitud muy bella o noble. En los viejos tiempos contenía algo espléndido, pero en esta forma moderna no es nada que debamos admirar en especial, y por conseguir ese propósito prescindimos de todo lo que haría la vida civilizada, libre y feliz.

Por cierto, permítanme decirles algo que he observado a menudo cuando viajo por el continente europeo, donde hay bellas obras de arte. He visto al hombre de negocios norteamericano de edad mediana arrastrado de un lado a otro por su mujer y su hija, en un estado de aburrimiento casi intolerable, porque estaba lejos de su despacho. Sería mejor que, en vez de concentrarse en el trabajo, la gente tuviera unos intereses más amplios. Si tuviéramos un buen sistema social, ninguno de nosotros tendría que trabajar más de cuatro horas al día (aplausos). Bien, me alegra mucho esa respuesta de ustedes, pero cuando hice esa observación a otros públicos norteamericanos, se estremecieron de horror y me preguntaron: “¿Qué diablos haríamos en las otras veinte horas?”. Entonces tuve la sensación de que es muy necesario predicar este evangelio.

Es realmente terrible que al ser humano, con todas sus capacidades, se le pongan anteojeras y tenga una perspectiva tan estrecha que sólo pueda avanzar por un estre sendero. Eso es una desfiguración del ser humano. Se está desarrollando una población de seres humanos mal desarrollados, privados de los placeres que comporta la compañía humana, los placeres del arte, el placer de todas las cosas que hacen la vida realmente digna de ser vivida. Porque, después de todo, luchar un día tras otro para amasar una fortuna no es una finalidad digna de nadie.

No quiero sugerir que el placer, el mero placer sea un fin en sí mismo. No creo que lo sea, y me parece que el efecto de la moralidad puritana ha sido el de realzar los placeres a expensas de la felicida, porque, como los bajos placeres pueden obtenerse más fácilmente, están menos controlados por la censura de la moral oficial. Por supuesto, todos sabemos de qué manera la persona ordinaria que no vive de acuerdo con la moralidad oficial de su tiempo hace tal cosa: busca los caminos que son más frívolos y que uno mismo valora menos. Ése será siempre el efecto de una moralidad que se predica pero no se practica.

Los chinos tienen una moralidad oficial que se puede practicar, y creo que así demuestran su sabiduría. Los occidentales que hemos adoptado el plan contrario nos enorgullecemos de la magnificencia extraordinaria de nuestra moralidad y creemos que eso nos excusa de practicarla. Creo que para tener una verdadera moralidad, para tener una actitud vital que haga la vida más rica, libre y feliz, es preciso eliminar el elemento restrictivo, evitar que esa actitud se base en cualquier clase de restricciones o prohibiciones. Debe ser una actitud basada en las cosas que amamos y no las que detestamos. Hay una serie de emociones que guían nuestra vida, y pueden dividirse aproximadamente en represivas y expansivas. Las emociones represivas son la crueldad, el miedo y los celos; las emociones expansivas son la esperanza, el amor al arte, el impulso constructivo, el amor, el afecto, la curiosidad intelectual y la bondad, todas las cuales intensifican la vida en vez de reducirla. Creo que la esencia de la verdadera moralidad consiste en vivir de acuerdo con los impulsos expansivos y no los represivos.

Me temo que lo que estoy diciendo tiene unas consecuencias muy revolucionarias y no puedo esperar que todo el mundo esté conforme. Muchas personas pensarán que mis deducciones no son aceptables. Por ejemplo, el amor es una emoción expansiva mientras que la emoción de los celos es represiva. Ahora bien, cuando sometemos a análisis psicológico nuestra moralidad tradicional y vemos de dónde ha salido, tenemos que admitir que los celos han sido la fuente principal, que han sido los celos la emoción originaria. No me parece muy probable que un código con esos antecedentes sea el mejor posible, más bien creo que un código basado en las emociones positivas sería mejor que uno basado en las negativas, y que las restricciones impuestas a la libertad deberían basarse en el afecto o bondad hacia el prójimo y no en la pura emoción represiva de los celos. Si se aplicara ese principio conduciría a un mejor desarrollo del carácter y a un tipo más sano de persona, una persona liberada de muchas de las crueldades que limitan al moralista convencional.

La moral tradicional contiene un elemento muy fuerte de crueldad, y parte de la satisfacción que todo moralista obtiene de su moralidad se debe a que le proporciona justificación para infligir dolor. Todos sabemos que castigar es un placer para muchas personas. Cierta vez, un primer ministro que viajaba de Constantinopla a Antioquía se pasó ocho horas contemplando cómo torturaban a su enemigo. Creo que el impulso hacia el placer en el sufrimiento ajeno surge en personas cuyas emociones naturales se han frustrado, que han sido incapaces de encontrar una salida libre para sus impulsos creativos.

No de manera categórica si esa es realmente la base de muchas crueldades, pero no puedo dejar de pensar que una enorme masa de la crueldad que vemos en el mundo se debe a una envidia inconsciente. Ése es un sentimiento muy arraigado en la naturaleza humana, y cuando existe un bonito y conveniente código que la encarna es, naturalmente, muy popular.

Me pregunto si podré explicarles con precisión de qué manera creo que uno puede vivir más feliz. En los Evangelios hay cosas que ilustran mi postura, no textos que se citen con frecuencia, sino po ejemplo “no pienses en la comida, la bebida o los medios con que te vestirás”. Si viviéramos de acuerdo con ese principio, que, por cierto, prohibe toda discusión de la ley Volstead, la vida nos parecería muy placentera. Hay cierta clase de liberación, de actitud despreocupada que, si uno es capaz de adquirirla, le permite ir por el mundo tranquilo, sin que le trastornen todas las pequeñas molestias que surgen. El meollo del asunto estriba en liberarse del miedo, una emoción muy arraigada en el corazón humano. El miedo ha estado en el origen de la mayoría de las religiones, el miedo ha sido la fuente de la mayoría de los códigos morales, el miedo conforma nuestros instintos, en nuestra juventud nos inculcan el miedo y, en definitiva, el miedo está en el fondo de todo lo que es malo en el mundo. Una vez nos hemos liberado del miedo, tenemos toda la libertad del universo. Todos ustedes conocen, por supuesto, las oscuras supersticiones de eras más bárbaras, cuando hombres, mujeres y niños eran sacrificados a los dioses por puro miedo. Consideramos esa superstición como oscura y absurda, pero no opinamos lo mismo de nuestras propias supersticiones. Pues bien, no puedo afirmar que ningún gran desastre vaya a sobrevenirnos jamás, pero sí afirmo que el miedo a las cosas que podrían sobrevenirnos es un mal mayor que las cosas en sí, y sería mucho mejor ir por la vida sin temor, y tropezar con algún desastre, que ir por la vida de puntillas, prudentes y cautos, con la carga del temor, sin haber gozado de la vida en ningún momento y, no obstante, muriendo apaciblemente en la cama.

Sin duda queremos que nuestras vidas sean expansivas y creativas, queremos vivir al máximo obedeciendo a los impulsos, y al decir impulso no me refiero al impulso transitorio de cada momento pasajero, sino a los grandes impulsos que realmente gobiernan nuestra vida. Ciertas personas tienen grandes impulsos artísticos, otras científicos y otras tal o cual forma de afecto o creatividad. Y si uno reprime esos impulsos, siempre que no infrinjan la libertad de otro, atrofia su desarrollo. Por ejemplo, conozco a muchos hombres que son socialistas y han dedicado su vida al periodismo, escribiendo para los periódicos más conservadores. Tales hombres pueden obtener placer de la vida, pero no creo que puedan obtener felicidad. La felicidad no está al alcance de quien reprime esos impulsos fundamentales con los que la vida debería desarrollarse.

Diría exactamente lo mismo de los afectos privados. Cuando existe un afecto realmente intenso o poderoso, el hombre o la mujer que se le opone sufre la misma clase de daño, es la misma clase de destrucción interior de algo precioso y valioso, algo que han dicho todos los poetas. Lo hemos aceptado cuando lo decían en verso, porque nadie se toma los versos en serio, pero si se dice en prosa y en público pensamos que es terrible.

No sé por qué se permite a todo el mundo decir una serie de cosas en privado que no se le permite decir en público. Creo que ya va siendo hora de que digamos en público lo mismo que decimos en privado. Walt Whitman dijo en alabanza de los animales: “No gruñen y sudan por su condición, ninguno de ellos es respetable o desdichado en todo el mundo”. Debe decir que siento un gran afecto por Walt Whitman, el cual ilustra lo que digo, cómo el hombre que vive expansivamente vive de una manera bondadosa, está libre de crueldad y el deseo de impedir a los demás que hagan lo que quieran.

Considero muy importante que nos cercioremos de que toda moral artificial significa crecimiento de la crueldad. Por supuesto, no podemos vivir como los animales de Walt Whitman, porque el hombre posee previsión y memoria y, al ser previsor, tiene que organizar su vida en una unidad. Es ahí donde desarrollamos nuestras supersticiones. Y saben ustedes muy bien que sería contraproducente obedecer cada capricho sin cierta disciplina. No deseo que lleguen a la conclusión errónea de que no hay necesidad de disciplina. Por el contrario, la hay, pero debe ser la disciplina que procede de dentro, de comprender las propias necesidades, de la sensación de algo que uno desea alcanzar. Nada de importancia se ha conseguido jamás sin disciplina. A veces no estoy totalmente de acuerdo con ciertos teóricos de la educación modernos, porque creo que subestiman el papel que representa la disciplina. Pero la disciplina que uno practica debe estar determinada por sus propios deseos y necesidades, no impuesta por la sociedad o la autoridad.

La autoridad procede del pasado y los viejos, y, puesto que me hallo en una Liga de la Juventud Libre, supongo que no es necesario que hable de la autoridad con el respeto que de mí podría esperarse, porque aunque se suponga que los viejos son sabios, no lo son necesariamente. Aprendemos mucho en la juventud y es mucho lo que olvidamos cuando somos mayores. El punto máximo está en los treinta años, cuando aprendemos a la misma velocidad que olvidamos. Luego empezamos a olvidar con más rapidez que aprendemos. Por lo tanto, si es necesaria una autoridad, debería ser un consejo formado por treintañeros, pero, en general, creo que es mucho mejor que no haya ninguna autoridad en aquellos aspectos que no afectan directamente al resto del mundo.

Naturalmente, si uno de ustedes asesina a alguien, es asunto suyo, pero también es asunto del muerto, por lo que no puede poner objeciones cuando otros le pidan cuentas de su acción. Ahora bien, con respecto a los actos que sólo nos afectan a nosotros mismos es absurdo que el Estado o la opinión pública tengan la menor intervención. La sociedad no debería ocuparse en absoluto de las relaciones privadas, que son cosa del individuo. Por supuesto, el bienestar de los niños interesa a la sociedad, y lo cierto es que en la actualidad no le interesa lo suficiente. En cuanto a los hijos, ha de haber suficientes, pero no demasiados, pues deseamos que estén sanos y se les eduque. Éstas son las cosas de las que el Estado debe ocuparse, pero hoy esa ocupación es parcial: afecta a unos sectores de la población y no a otros. Todas estas cosas deben ser competencia del Estado. Ahora bien, cuando no hay hijos me parece que toda interferencia es una impertinencia y que el Estado no tiene nada que ver en el asunto. Pero no quiero referirme solamente a ese problema, porque lo que acabo de decir es aplicable a otros muchos aspectos, sobre todo al lado estético de la vida. En nuestra civilización industrial hemos tomado del puritanismo y el cristianismo cierta actitud utilitaria, cierta creencia en que los actos que realizamos no deben estar limitados a sí mismos, sino tener alguna motivación ulterior, cierta finalidad distante. Las cosas se han de juzgar por sus usos y no por sus valores reales. Esto supone la muerte del lado estético de la vida, pues la belleza de cualquier cosa consiste en lo que la cosa es y no en sus usos.

Admito la esfera del utilitarismo, pero no para juzgar las cuestiones artísticas. Creo que hemos salido perdiendo no sólo en el mundo del arte, cosa generalmente admitida, sino también en compañía humana, en amistad, al no tener un sentido tan grande de la cualidad intrínseca como lo teníamos antes. Se tiende a juzgar a un hombre por lo que hace, y eso es algo totalmente distinto de la cualidad intrínseca de esa persona. Por eso acontece que cuando un hombre se ha convertido en una celebridad, todo el mundo sabe que lo que dice es maravilloso, mientras que en su juventud, cuando no se le reconocía como una celebridad, pudo haber dicho cosas más extraordinarias sin que nadie reparase en ellas. Debería reconocerse la excelencia de las observaciones de un hombre aunque no sea famoso, y viceversa.

En cuanto a las relaciones privadas, todos estamos tan atareados que no tenemos tiempo de cultivar afectos hacia otras personas que merecen ser cultivados. No tenemos tiempo para la solidaridad, la comprensión de todas esas cosas que constituyen la belleza de las relaciones humanas, porque todos estamos demasiado atareados, y cuando no, estamos cansados. Si los bienes producidos en este país se distribuyeran de una manera equitativa, habría mucho más de lo que cualquiera necesita para ser feliz y sería posible vivir trabajando mucho menos y, no obstante, tener lo suficiente. Entonces sería posible desarrollar y cultivar esas cosas que son necesarias para la felicidad. Por ejemplo, habría libertad. Un hombre carece de libertad si ha de pasarse el día entero ocupado en actividades que no le agradan. Eso es tan malo como estar uncido a una noria. No siempre podemos hacer cosas agradables, pero sí es posible hacerlas durante la mayor parte de la jornada, y creo que en las naciones industriales avanzadas probablemente lo que más se desea es un mejor ideal de felicidad privada. Realizar las cosas que realmente contribuyen a la felicidad humana es incluso más importante que las reconstrucciones políticas y económicas.

Si nuestras vidas fuesen más felices no estaríamos tan dispuestos a ir a la guerra. A mi modo de ver es asombroso ver la extraordinaria debilidad en el mundo moderno de lo que podríamos llamar la voluntad de vivir. Existe una voluntad de trabajar, pero no de vivir. No observamos que la perspectiva de una destrucción a gran escala se considere intolerable. No encontramos gente dispuesta a sacrificar el dinero y el poder para poder librarse de la amenaza de la guerra, porque en realidad no quieren librarse de ella. Una nación feliz no estaría dispuesta a sacrificar la vida, la salud y la felicidad por la vaga actividad de luchar y posiblemente ganar. Esto se debe a que nuestras vidas son demasiado colectivas y muy poco individuales. Forzados por el molde mecánico de nuestra civilización a parecernos cada vez más unos a otros, experimentamos cada vez más las emociones de las masas a expensas de las individuales, personales. De esa manera se sacrifica al individuo, y una vida en la que se impone ese sacrificio impedirá que el individuo sienta un amor intenso por la vida.

Imaginamos que queremos toda clase de cosas, tales como poder y riqueza, que no son las fuentes de la felicidad. Esas fuentes están mucho más fielmente expuestas en los Evangelios. Me refiero a lo que he citado hace un momento, a no pensar en el mañana. Si uno tiene un ser humano al que ama, un hijo, si tiene cualquier cosa que realmente le importa, la vida deriva de eso su significado, y es posible organizar todo un mundo de personas cuyas vidas importan. Pero si uno empieza con la nación: “Soy miembro de una nación y quiero que mi nación sea poderosa”, entonces está destruyendo al individuo. Uno se vuelve opresor, porque el poderío de su nación depende de una reglamentación estricta, y uno se dedica a imponer las reglas a su vecino.

Lo importante es el individuo. Tal vez piensen ustedes que resulta claro que un socialista diga tal cosa. Creo que el lado material de la vida ha de ser transferido a la organización socialista, pero lo creo así porque el lado material de la vida me parece el menos importante. Mientras uno no tenga lo suficiente para que su vida sea tolerable, las cosas materiales son las únicas que importan, y en la mayoría de los países europeos hay semejante pobreza que las cosas materiales son de la máxima importancia. Pero ahora, con nuestra capacidad de producción técnica, podemos abolir por completo el problema de la pobreza, que sigue existiendo porque somos unos perfectos asnos. Y cuando pensamos en el mundo que tendremos una vez eliminada la pobreza, vemos que en ese mundo las cosas materiales no serán las importantes. En una comunidad socialista habrá que determinar si la gente ha de trabajar una hora extra al día y cada miembro de la familia tener un coche. En semejante comunidad, como los bienes espirituales serán más importantes, valdrán más que las cosas que se obtienen por medio de la comunidad colectiva. Ésta proporcionará el pan y las tareas cotidianas. Uno podrá dedicar su ocio a otra actividad, al fútbol, el cine o lo que sea.

A veces me preguntan cómo puedo estar seguro de que la gente utilizará bien su ocio. No quiero asegurarlo. Cuando uno plantea ese problema es porque se encuentra todavía en la esfera de la moralidad excesiva, la presión excesiva de la comunidad sobre el individuo. Mientras el ocio no se emplee de ninguna manera nociva para el prójimo, es algo que atañe exclusivamente al individuo. Y afirmo que en el mundo espiritual deseamos individualismo. El socialismo lo queremos en el mundo material. Ahora tenemos socialismo en el mundo espiritual e individualismo en el material.

Se supone que lo que debemos pensar, la manera de controlar las emociones son cosas que competen al Estado, pero no tener suficiente para comer, no, eso no compete al Estado. Ahí es donde interviene el sagrado principio de la libertad, que ha sido colocado exactamente donde no se debía. Lo que les estoy diciendo es, al fin y al cabo, lo mismo que han dicho los dirigentes de todas las grandes religiones, que el alma del hombre es importante. Y ésa es la gran verdad que debemos aprender: sentir que el alma, el pensamiento, la comprensión y la simpatía es lo que importa, y que el decorado externo de la vida carece de importancia mientras uno tenga lo suficiente para vivir con dignidad. Debido a que estamos inmersos en la competencia no comprendemos una verdad tan sencilla.

Les he hablado bastante a la ligera, pero lo que quiero decir es algo rebosante de vida, una liberación auténtica: ser libres en este mundo, libres del univero, de modo que las cosas que nos ocurren dejen de preocuparnos, que los acontecimientos dejen de tener importancia. Ésa es la clase de fuego que puede existir en el alma de todo hombre y toda mujer, y cuando uno lo posee dejan de preocuparle las pequeñeces que tanto llenan nuestras vidas. Es posible vivir así, libre y expansivamente. Observarán que cuando hayan prescindidio de esos temores estarán más cerca del prójimo, podrán disfrutar de la amistad en un grado diferente. El mundo entero es más interesante, más vivo, hay algo en él que es infinitamente más valioso. Quien lo haya saboreado una vez sabe que es infinitamente mejor que las cosas logradas por otros metodos. Es un viejo secreto, enseñado por todos los maestros y olvidados por sus sacerdotes. Es el secreto de estar en íntimo contacto con el mundo, de no tener unas murallas del yo tan rígidas que le impidan ver lo que hay más allá. Al moralista el interesa pensar: “Qué virtuoso soy”, y también él es un eogista como los demás. No es en ese mundo de inmorales endurecidos donde encontrarán ustedes la vida que es feliz y libre. Cuando una ha perdido el temor a la vida porque vale la pena soportar un poco de dolor (debido al conocmiento de que hay algo mejor que la evitación del dolor), se asegura una intensa unión con el mundo, un amor intenso, algo brillante, cálido, como el afecto personal, pero que es universal. Si llegan ustedes a obtener eso, conocerán el secreto de una vida feliz.



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