CÓMO SER LIBRE Y FELIZ
por Bertrand Russell
Este
ensayo fue primero una conferencia pronunciada en la
Escuela Rand de Ciencias Sociales, de Nueva York, bajo
los auspicios de la Young People´s Socialist League,
el 28 de mayo de 1924, y a fines de ese año fue
publicada por la Escuela Rand.
El
tema del que debo hablarles esta noche es muy modesto
y fácil: “Cómo ser libre y feliz”. No
sé si puedo darles una receta, como la de un
libro de cocina, que cada uno de ustedes pueda aplicar.
En esta última ocasión que doy una charla
pública en Estados Unidos, deseo decir algunas
cosas en las que creo firmemente y considero, por mi
propia experiencia, como muy importantes, cosas que
en charlas anteriores en este país no he tenido
muchas oportunidades de decir.
Tal
vez alguno de ustedes, y desde luego muchas personas
en todas partes, dirán que la respuesta a la
cuestión “cómo ser libre y feliz” se resume
en una sencilla frase: “¡Consigue unos buenos
ingresos!”. Creo que es una respuesta generalmente aceptada,
y si la propongo me habré ganado el asentimiento
de todos los que no están aquí presentes.
Sin embargo, creo que es un error imaginar que el dinero,
los ingresos, tienen mucha más importancia para
conseguir la felicidad de la que realmente tienen. Durante
mi vida he conocido a muchas personas ricas y apenas
recuerdo a alguna de ellas que pareciese feliz o rica.
He conocido a muchas personas que eran pobres en extremo,
y tampoco podía decirse que fuesen libres y felices.
Pero en los escalones intermedios es donde se encuentra
la mayor parte de la felicidad y la libertad. No es
la gran riqueza o la gran pobreza lo que proporciona
más felicidad.
He
aquí mi impresión al respecto. Cuando
hablamos de las condicioines externas de la felicidad
(voy a referirme principalmente a las condiciones en
la propia mente, las condiciones internas), no cabe
duda de que una persona debe tener lo suficiente para
alimentarse, cubiertas las necesidades básicas
de la vida y lo necesario para cuidar de sus hijos.
Cuando uno dispone de esas cosas, tiene todo lo que
contribuye realmente a la felicidad. Más allá
sólo se multiplican las preocupaciones y la ansiedad.
Así pues, no creo que una enorme riqueza sea
la solución. En cuanto a las condiciones externas
de la felicidad, yo diría que en este país,
por lo que respecta al problema material de la producción
de bienes, lo tienen totalmente resuelto. Si los bienes
producidos se distribuyeran con justicia, eso sería
ciertamente una verdadera contribución hacia
la felicidad. El problema que se plantea es doble. En
primer lugar, se trata de un problema político:
asegurar las ventajas de su producción sin rival
para un círculo más amplio. Por otro lado,
tenemos el gran problema psicológico de aprender
a obtener el bien de estas condiciones materiales creadas
por nuestra era industrial. Creo que ahí es donde
más ha fallado la modernidad, en el lado psicológico,
el de ser capaces de gozar de las oportunidades que
hemos creado. Y creo que esto se debe a una serie de
causas.
Atribuiría
en parte esta situación al efecto del puritanismo
en su decadencia. En sus buenos tiempos, el puritanismo
fue una concepción de la vida que llenaba las
mentes y hacía feliz a la gente. Cualquier cosa
que llene la mente hace a la gente feliz. Pero ya no
existe una creencia generalizada en los postulados del
puritanismo. Se han retenido ciertos principios que
están conectados con el puritanismo, aunque quizá
no de una manera muy evidente. En primer lugar, existe
cierta clase de actitud moral, es decir, una tendencia
a buscar defectos en los demás y a pensar que
es muy importante mantener ciertas formas de conducta.
Hay una serie de antiguos tabúes y reglas heredadas
en los que la gente no cree, pero que sigue obedeciendo
porque siempre han estado ahí, pero esos tabúes
y reglas no llegan al fondo del asunto. Lo que más
ha sobrevivido del puritanismo es el desprecio de la
felicidad, no del placer, sino ¡el desprecio
de la felicidad! Entre los rebeldes existe un
deseo muy grande de placer pero muy poca vivencia de
la felicidad en contraste con el placer, y eso ha penetrado
en nuestro concepto de placer y felicidad.
Durante
mucho tiempo la actitud puritana consistió en
hacer creer a la gente que el placer era algo infame,
y debido a esa creencia quienes no eran infames se dedicaban
a aproducir las mejores formas de placer como el arte,
etcétera, y por consiguiente el placer llegó
a ser tan infame como los puritanos decían que
era. Sigue ocurriendo que las naciones, como la de ustedes
y la mía, que han pasado por esa fase puritana
son incapaces de obtener felicidad e incluso placer,
es decir, un placer que no sea trivial. Sólo
las formas menos valiosas de placer sobreviven a pesar
de esa dominación puritana. Creo que ésa
es quizá la razón principal por la que
el puritanismo, dondquiera que haya existido, se ha
revelado tan destructor del arte, porque el arte, al
fin y al cabo, es la búsqueda de cierta clase,
probablemente la mas suprema y perfecta, de placer.
Y si uno cree que el placer es malo, el arte es malo.
Ésa es una de las cosas que debemos al puritanismo.
Otra
de las cosas que le debemos es la creencia en el trabajo.
He dedicado la mayor parte del tiempo que he pasado
en América a predicar la ociosidad. En mi juventud
tomé la decisión de que no dejaría
de predicar una doctrina simplemente porque yo no la
he practicado. No he podido practicar la doctrina de
la ociosidad porque predicarla requiere mucho tiempo.
No me refiero a la ociosidad en el sentido literal,
pues mucha gente, la inmensa mayoría de la raza
blanca, no disfruta sentada al sol sin hacer nada. Nos
gusta estar atareados. La ociosidad a que me refiero
es simplemente un trabajo o actividad que no forma parte
de su trabajo profesional regular. Bajo la influencia
de este dogma, el puritanismo nos ha obligado a conservar
entre nuestras creencias actuales la idea de que la
parte importante de nuestra vida es el trabajo. Eso,
en cualquier caso, es aplicable a la mayor parte de
la humanidad: que la parte importante de lo que hacemos
es la de perseverar en nuestros negocios y conseguir
una fortuna que podamos legar a nuestros descendientes,
y que ellos, a su vez, consigan una fortuna mayor para
dejarla a los suyos. Este propósito ha ocupado
el lugar que antes tenía vivir para alcanzar
el cielo, pues en los viejos tiempos del puritanismo
trátabamos de prescindir de los placeres a fin
de ganar el cielo.
El
cielo ha desaparecido, pero no así la idea de
vivir de manera que dejemos una gran fortuna, y la clase
de vida que se requiere para ese propósito es
en gran manera la misma que se requería para
el otro: prescindir el goce presente en favor de los
beneficios futuros. Eso es lo que hemos conservado de
la vieja actitud puritana, y creo que eso no es, en
su forma moderna, una actitud muy bella o noble. En
los viejos tiempos contenía algo espléndido,
pero en esta forma moderna no es nada que debamos admirar
en especial, y por conseguir ese propósito prescindimos
de todo lo que haría la vida civilizada, libre
y feliz.
Por
cierto, permítanme decirles algo que he observado
a menudo cuando viajo por el continente europeo, donde
hay bellas obras de arte. He visto al hombre de negocios
norteamericano de edad mediana arrastrado de un lado
a otro por su mujer y su hija, en un estado de aburrimiento
casi intolerable, porque estaba lejos de su despacho.
Sería mejor que, en vez de concentrarse en el
trabajo, la gente tuviera unos intereses más
amplios. Si tuviéramos un buen sistema social,
ninguno de nosotros tendría que trabajar más
de cuatro horas al día (aplausos). Bien, me alegra
mucho esa respuesta de ustedes, pero cuando hice esa
observación a otros públicos norteamericanos,
se estremecieron de horror y me preguntaron: “¿Qué
diablos haríamos en las otras veinte horas?”.
Entonces tuve la sensación de que es muy necesario
predicar este evangelio.
Es
realmente terrible que al ser humano, con todas sus
capacidades, se le pongan anteojeras y tenga una perspectiva
tan estrecha que sólo pueda avanzar por un estre
sendero. Eso es una desfiguración del ser humano.
Se está desarrollando una población de
seres humanos mal desarrollados, privados de los placeres
que comporta la compañía humana, los placeres
del arte, el placer de todas las cosas que hacen la
vida realmente digna de ser vivida. Porque, después
de todo, luchar un día tras otro para amasar
una fortuna no es una finalidad digna de nadie.
No
quiero sugerir que el placer, el mero placer sea un
fin en sí mismo. No creo que lo sea, y me parece
que el efecto de la moralidad puritana ha sido el de
realzar los placeres a expensas de la felicida, porque,
como los bajos placeres pueden obtenerse más
fácilmente, están menos controlados por
la censura de la moral oficial. Por supuesto, todos
sabemos de qué manera la persona ordinaria que
no vive de acuerdo con la moralidad oficial de su tiempo
hace tal cosa: busca los caminos que son más
frívolos y que uno mismo valora menos. Ése
será siempre el efecto de una moralidad que se
predica pero no se practica.
Los
chinos tienen una moralidad oficial que se puede practicar,
y creo que así demuestran su sabiduría.
Los occidentales que hemos adoptado el plan contrario
nos enorgullecemos de la magnificencia extraordinaria
de nuestra moralidad y creemos que eso nos excusa de
practicarla. Creo que para tener una verdadera moralidad,
para tener una actitud vital que haga la vida más
rica, libre y feliz, es preciso eliminar el elemento
restrictivo, evitar que esa actitud se base en cualquier
clase de restricciones o prohibiciones. Debe ser una
actitud basada en las cosas que amamos y no las que
detestamos. Hay una serie de emociones que guían
nuestra vida, y pueden dividirse aproximadamente en
represivas y expansivas. Las emociones represivas son
la crueldad, el miedo y los celos; las emociones expansivas
son la esperanza, el amor al arte, el impulso constructivo,
el amor, el afecto, la curiosidad intelectual y la bondad,
todas las cuales intensifican la vida en vez de reducirla.
Creo que la esencia de la verdadera moralidad consiste
en vivir de acuerdo con los impulsos expansivos y no
los represivos.
Me
temo que lo que estoy diciendo tiene unas consecuencias
muy revolucionarias y no puedo esperar que todo el mundo
esté conforme. Muchas personas pensarán
que mis deducciones no son aceptables. Por ejemplo,
el amor es una emoción expansiva mientras que
la emoción de los celos es represiva. Ahora bien,
cuando sometemos a análisis psicológico
nuestra moralidad tradicional y vemos de dónde
ha salido, tenemos que admitir que los celos han sido
la fuente principal, que han sido los celos la emoción
originaria. No me parece muy probable que un código
con esos antecedentes sea el mejor posible, más
bien creo que un código basado en las emociones
positivas sería mejor que uno basado en las negativas,
y que las restricciones impuestas a la libertad deberían
basarse en el afecto o bondad hacia el prójimo
y no en la pura emoción represiva de los celos.
Si se aplicara ese principio conduciría a un
mejor desarrollo del carácter y a un tipo más
sano de persona, una persona liberada de muchas de las
crueldades que limitan al moralista convencional.
La
moral tradicional contiene un elemento muy fuerte de
crueldad, y parte de la satisfacción que todo
moralista obtiene de su moralidad se debe a que le proporciona
justificación para infligir dolor. Todos sabemos
que castigar es un placer para muchas personas. Cierta
vez, un primer ministro que viajaba de Constantinopla
a Antioquía se pasó ocho horas contemplando
cómo torturaban a su enemigo. Creo que el impulso
hacia el placer en el sufrimiento ajeno surge en personas
cuyas emociones naturales se han frustrado, que han
sido incapaces de encontrar una salida libre para sus
impulsos creativos.
No
sé de manera categórica si esa
es realmente la base de muchas crueldades, pero no puedo
dejar de pensar que una enorme masa de la crueldad que
vemos en el mundo se debe a una envidia inconsciente.
Ése es un sentimiento muy arraigado en la naturaleza
humana, y cuando existe un bonito y conveniente código
que la encarna es, naturalmente, muy popular.
Me
pregunto si podré explicarles con precisión
de qué manera creo que uno puede vivir más
feliz. En los Evangelios hay cosas que ilustran mi postura,
no textos que se citen con frecuencia, sino po ejemplo
“no pienses en la comida, la bebida o los medios con
que te vestirás”. Si viviéramos de acuerdo
con ese principio, que, por cierto, prohibe toda discusión
de la ley Volstead, la vida nos parecería muy
placentera. Hay cierta clase de liberación, de
actitud despreocupada que, si uno es capaz de adquirirla,
le permite ir por el mundo tranquilo, sin que le trastornen
todas las pequeñas molestias que surgen. El meollo
del asunto estriba en liberarse del miedo, una emoción
muy arraigada en el corazón humano. El miedo
ha estado en el origen de la mayoría de las religiones,
el miedo ha sido la fuente de la mayoría de los
códigos morales, el miedo conforma nuestros instintos,
en nuestra juventud nos inculcan el miedo y, en definitiva,
el miedo está en el fondo de todo lo que es malo
en el mundo. Una vez nos hemos liberado del miedo, tenemos
toda la libertad del universo. Todos ustedes conocen,
por supuesto, las oscuras supersticiones de eras más
bárbaras, cuando hombres, mujeres y niños
eran sacrificados a los dioses por puro miedo. Consideramos
esa superstición como oscura y absurda, pero
no opinamos lo mismo de nuestras propias supersticiones.
Pues bien, no puedo afirmar que ningún gran desastre
vaya a sobrevenirnos jamás, pero sí afirmo
que el miedo a las cosas que podrían sobrevenirnos
es un mal mayor que las cosas en sí, y sería
mucho mejor ir por la vida sin temor, y tropezar con
algún desastre, que ir por la vida de puntillas,
prudentes y cautos, con la carga del temor, sin haber
gozado de la vida en ningún momento y, no obstante,
muriendo apaciblemente en la cama.
Sin
duda queremos que nuestras vidas sean expansivas y creativas,
queremos vivir al máximo obedeciendo a los impulsos,
y al decir impulso no me refiero al impulso transitorio
de cada momento pasajero, sino a los grandes impulsos
que realmente gobiernan nuestra vida. Ciertas personas
tienen grandes impulsos artísticos, otras científicos
y otras tal o cual forma de afecto o creatividad. Y
si uno reprime esos impulsos, siempre que no infrinjan
la libertad de otro, atrofia su desarrollo. Por ejemplo,
conozco a muchos hombres que son socialistas y han dedicado
su vida al periodismo, escribiendo para los periódicos
más conservadores. Tales hombres pueden obtener
placer de la vida, pero no creo que puedan obtener felicidad.
La felicidad no está al alcance de quien reprime
esos impulsos fundamentales con los que la vida debería
desarrollarse.
Diría
exactamente lo mismo de los afectos privados. Cuando
existe un afecto realmente intenso o poderoso, el hombre
o la mujer que se le opone sufre la misma clase de daño,
es la misma clase de destrucción interior de
algo precioso y valioso, algo que han dicho todos los
poetas. Lo hemos aceptado cuando lo decían en
verso, porque nadie se toma los versos en serio, pero
si se dice en prosa y en público pensamos que
es terrible.
No
sé por qué se permite a todo el mundo
decir una serie de cosas en privado que no se le permite
decir en público. Creo que ya va siendo hora
de que digamos en público lo mismo que decimos
en privado. Walt Whitman dijo en alabanza de los animales:
“No gruñen y sudan por su condición, ninguno
de ellos es respetable o desdichado en todo el mundo”.
Debe decir que siento un gran afecto por Walt Whitman,
el cual ilustra lo que digo, cómo el hombre que
vive expansivamente vive de una manera bondadosa, está
libre de crueldad y el deseo de impedir a los demás
que hagan lo que quieran.
Considero
muy importante que nos cercioremos de que toda moral
artificial significa crecimiento de la crueldad. Por
supuesto, no podemos vivir como los animales de Walt
Whitman, porque el hombre posee previsión y memoria
y, al ser previsor, tiene que organizar su vida en una
unidad. Es ahí donde desarrollamos nuestras supersticiones.
Y saben ustedes muy bien que sería contraproducente
obedecer cada capricho sin cierta disciplina. No deseo
que lleguen a la conclusión errónea de
que no hay necesidad de disciplina. Por el contrario,
la hay, pero debe ser la disciplina que procede de dentro,
de comprender las propias necesidades, de la sensación
de algo que uno desea alcanzar. Nada de importancia
se ha conseguido jamás sin disciplina. A veces
no estoy totalmente de acuerdo con ciertos teóricos
de la educación modernos, porque creo que subestiman
el papel que representa la disciplina. Pero la disciplina
que uno practica debe estar determinada por sus propios
deseos y necesidades, no impuesta por la sociedad o
la autoridad.
La
autoridad procede del pasado y los viejos, y, puesto
que me hallo en una Liga de la Juventud Libre, supongo
que no es necesario que hable de la autoridad con el
respeto que de mí podría esperarse, porque
aunque se suponga que los viejos son sabios, no lo son
necesariamente. Aprendemos mucho en la juventud y es
mucho lo que olvidamos cuando somos mayores. El punto
máximo está en los treinta años,
cuando aprendemos a la misma velocidad que olvidamos.
Luego empezamos a olvidar con más rapidez que
aprendemos. Por lo tanto, si es necesaria una autoridad,
debería ser un consejo formado por treintañeros,
pero, en general, creo que es mucho mejor que no haya
ninguna autoridad en aquellos aspectos que no afectan
directamente al resto del mundo.
Naturalmente,
si uno de ustedes asesina a alguien, es asunto suyo,
pero también es asunto del muerto, por lo que
no puede poner objeciones cuando otros le pidan cuentas
de su acción. Ahora bien, con respecto a los
actos que sólo nos afectan a nosotros mismos
es absurdo que el Estado o la opinión pública
tengan la menor intervención. La sociedad no
debería ocuparse en absoluto de las relaciones
privadas, que son cosa del individuo. Por supuesto,
el bienestar de los niños interesa a la sociedad,
y lo cierto es que en la actualidad no le interesa lo
suficiente. En cuanto a los hijos, ha de haber suficientes,
pero no demasiados, pues deseamos que estén sanos
y se les eduque. Éstas son las cosas de las que
el Estado debe ocuparse, pero hoy esa ocupación
es parcial: afecta a unos sectores de la población
y no a otros. Todas estas cosas deben ser competencia
del Estado. Ahora bien, cuando no hay hijos me parece
que toda interferencia es una impertinencia y que el
Estado no tiene nada que ver en el asunto. Pero no quiero
referirme solamente a ese problema, porque lo que acabo
de decir es aplicable a otros muchos aspectos, sobre
todo al lado estético de la vida. En nuestra
civilización industrial hemos tomado del puritanismo
y el cristianismo cierta actitud utilitaria, cierta
creencia en que los actos que realizamos no deben estar
limitados a sí mismos, sino tener alguna motivación
ulterior, cierta finalidad distante. Las cosas se han
de juzgar por sus usos y no por sus valores reales.
Esto supone la muerte del lado estético de la
vida, pues la belleza de cualquier cosa consiste en
lo que la cosa es y no en sus usos.
Admito
la esfera del utilitarismo, pero no para juzgar las
cuestiones artísticas. Creo que hemos salido
perdiendo no sólo en el mundo del arte, cosa
generalmente admitida, sino también en compañía
humana, en amistad, al no tener un sentido tan grande
de la cualidad intrínseca como lo teníamos
antes. Se tiende a juzgar a un hombre por lo que hace,
y eso es algo totalmente distinto de la cualidad intrínseca
de esa persona. Por eso acontece que cuando un hombre
se ha convertido en una celebridad, todo el mundo sabe
que lo que dice es maravilloso, mientras que en su juventud,
cuando no se le reconocía como una celebridad,
pudo haber dicho cosas más extraordinarias sin
que nadie reparase en ellas. Debería reconocerse
la excelencia de las observaciones de un hombre aunque
no sea famoso, y viceversa.
En
cuanto a las relaciones privadas, todos estamos tan
atareados que no tenemos tiempo de cultivar afectos
hacia otras personas que merecen ser cultivados. No
tenemos tiempo para la solidaridad, la comprensión
de todas esas cosas que constituyen la belleza de las
relaciones humanas, porque todos estamos demasiado atareados,
y cuando no, estamos cansados. Si los bienes producidos
en este país se distribuyeran de una manera equitativa,
habría mucho más de lo que cualquiera
necesita para ser feliz y sería posible vivir
trabajando mucho menos y, no obstante, tener lo suficiente.
Entonces sería posible desarrollar y cultivar
esas cosas que son necesarias para la felicidad. Por
ejemplo, habría libertad. Un hombre carece de
libertad si ha de pasarse el día entero ocupado
en actividades que no le agradan. Eso es tan malo como
estar uncido a una noria. No siempre podemos hacer cosas
agradables, pero sí es posible hacerlas durante
la mayor parte de la jornada, y creo que en las naciones
industriales avanzadas probablemente lo que más
se desea es un mejor ideal de felicidad privada. Realizar
las cosas que realmente contribuyen a la felicidad humana
es incluso más importante que las reconstrucciones
políticas y económicas.
Si
nuestras vidas fuesen más felices no estaríamos
tan dispuestos a ir a la guerra. A mi modo de ver es
asombroso ver la extraordinaria debilidad en el mundo
moderno de lo que podríamos llamar la voluntad
de vivir. Existe una voluntad de trabajar, pero no de
vivir. No observamos que la perspectiva de una destrucción
a gran escala se considere intolerable. No encontramos
gente dispuesta a sacrificar el dinero y el poder para
poder librarse de la amenaza de la guerra, porque en
realidad no quieren librarse de ella. Una nación
feliz no estaría dispuesta a sacrificar la vida,
la salud y la felicidad por la vaga actividad de luchar
y posiblemente ganar. Esto se debe a que nuestras vidas
son demasiado colectivas y muy poco individuales. Forzados
por el molde mecánico de nuestra civilización
a parecernos cada vez más unos a otros, experimentamos
cada vez más las emociones de las masas a expensas
de las individuales, personales. De esa manera se sacrifica
al individuo, y una vida en la que se impone ese sacrificio
impedirá que el individuo sienta un amor intenso
por la vida.
Imaginamos
que queremos toda clase de cosas, tales como poder y
riqueza, que no son las fuentes de la felicidad. Esas
fuentes están mucho más fielmente expuestas
en los Evangelios. Me refiero a lo que he citado hace
un momento, a no pensar en el mañana. Si uno
tiene un ser humano al que ama, un hijo, si tiene cualquier
cosa que realmente le importa, la vida deriva de eso
su significado, y es posible organizar todo un mundo
de personas cuyas vidas importan. Pero si uno empieza
con la nación: “Soy miembro de una nación
y quiero que mi nación sea poderosa”, entonces
está destruyendo al individuo. Uno se vuelve
opresor, porque el poderío de su nación
depende de una reglamentación estricta, y uno
se dedica a imponer las reglas a su vecino.
Lo
importante es el individuo. Tal vez piensen ustedes
que resulta claro que un socialista diga tal cosa. Creo
que el lado material de la vida ha de ser transferido
a la organización socialista, pero lo creo así
porque el lado material de la vida me parece el menos
importante. Mientras uno no tenga lo suficiente para
que su vida sea tolerable, las cosas materiales son
las únicas que importan, y en la mayoría
de los países europeos hay semejante pobreza
que las cosas materiales son de la máxima importancia.
Pero ahora, con nuestra capacidad de producción
técnica, podemos abolir por completo el problema
de la pobreza, que sigue existiendo porque somos unos
perfectos asnos. Y cuando pensamos en el mundo que tendremos
una vez eliminada la pobreza, vemos que en ese mundo
las cosas materiales no serán las importantes.
En una comunidad socialista habrá que determinar
si la gente ha de trabajar una hora extra al día
y cada miembro de la familia tener un coche. En semejante
comunidad, como los bienes espirituales serán
más importantes, valdrán más que
las cosas que se obtienen por medio de la comunidad
colectiva. Ésta proporcionará el pan y
las tareas cotidianas. Uno podrá dedicar su ocio
a otra actividad, al fútbol, el cine o lo que
sea.
A
veces me preguntan cómo puedo estar seguro de
que la gente utilizará bien su ocio. No quiero
asegurarlo. Cuando uno plantea ese problema es porque
se encuentra todavía en la esfera de la moralidad
excesiva, la presión excesiva de la comunidad
sobre el individuo. Mientras el ocio no se emplee de
ninguna manera nociva para el prójimo, es algo
que atañe exclusivamente al individuo. Y afirmo
que en el mundo espiritual deseamos individualismo.
El socialismo lo queremos en el mundo material. Ahora
tenemos socialismo en el mundo espiritual e individualismo
en el material.
Se
supone que lo que debemos pensar, la manera de controlar
las emociones son cosas que competen al Estado, pero
no tener suficiente para comer, no, eso no compete al
Estado. Ahí es donde interviene el sagrado principio
de la libertad, que ha sido colocado exactamente donde
no se debía. Lo que les estoy diciendo es, al
fin y al cabo, lo mismo que han dicho los dirigentes
de todas las grandes religiones, que el alma del hombre
es importante. Y ésa es la gran verdad que debemos
aprender: sentir que el alma, el pensamiento, la comprensión
y la simpatía es lo que importa, y que el decorado
externo de la vida carece de importancia mientras uno
tenga lo suficiente para vivir con dignidad. Debido
a que estamos inmersos en la competencia no comprendemos
una verdad tan sencilla.
Les
he hablado bastante a la ligera, pero lo que quiero
decir es algo rebosante de vida, una liberación
auténtica: ser libres en este mundo, libres del
univero, de modo que las cosas que nos ocurren dejen
de preocuparnos, que los acontecimientos dejen de tener
importancia. Ésa es la clase de fuego que puede
existir en el alma de todo hombre y toda mujer, y cuando
uno lo posee dejan de preocuparle las pequeñeces
que tanto llenan nuestras vidas. Es posible vivir así,
libre y expansivamente. Observarán que cuando
hayan prescindidio de esos temores estarán más
cerca del prójimo, podrán disfrutar de
la amistad en un grado diferente. El mundo entero es
más interesante, más vivo, hay algo en
él que es infinitamente más valioso. Quien
lo haya saboreado una vez sabe que es infinitamente
mejor que las cosas logradas por otros metodos. Es un
viejo secreto, enseñado por todos los maestros
y olvidados por sus sacerdotes. Es el secreto de estar
en íntimo contacto con el mundo, de no tener
unas murallas del yo tan rígidas que le impidan
ver lo que hay más allá. Al moralista
el interesa pensar: “Qué virtuoso soy”, y también
él es un eogista como los demás. No es
en ese mundo de inmorales endurecidos donde encontrarán
ustedes la vida que es feliz y libre. Cuando una ha
perdido el temor a la vida porque vale la pena soportar
un poco de dolor (debido al conocmiento de que hay algo
mejor que la evitación del dolor), se asegura
una intensa unión con el mundo, un amor intenso,
algo brillante, cálido, como el afecto personal,
pero que es universal. Si llegan ustedes a obtener eso,
conocerán el secreto de una vida feliz.
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