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SOCIEDAD HUMANA: ÉTICA Y POLÍTICA

BERTRAND RUSSELL

Título original: Human Society in Ethics and Politics
Editorial: Altaya, S.A. 1998.


ÍNDICE

PREFACIO

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE: LA ÉTICA

CAPÍTULO I: Orígenes de las creencias y sentimientos éticos

CAPÍTULO II: Códigos morales

CAPÍTULO III: La moralidad como medio

CAPÍTULO IV: Lo bueno y lo malo

CAPÍTULO V: Bienes parciales y generales

CAPÍTULO VI: La obligación moral

CAPÍTULO VII: El pecado

CAPÍTULO VIII: Controversia ética

CAPÍTULO IX: ¿Existe un conocimiento ético?

CAPÍTULO X: La autoridad en la ética

CAPÍTULO XI: Producción y distribución

CAPITULO XII: Ética supersticiosa

CAPÍTULO XIII: Sanciones éticas


SEGUNDA PARTE: EL CONFLICTO DE LAS PASIONES

CAPÍTULO I: De la ética a la política

CAPÍTULO II: Deseos políticamente correctos

CAPÍTULO III: Previsión y habilidad

CAPÍTULO IV: Mito y magia

CAPÍTULO V: Cohesión y rivalidad

CAPÍTULO VI: La técnica científica y el futuro

CAPÍTULO VII: ¿Resolverá la fe religiosa nuestros problemas?

CAPÍTULO VIII: ¿Conquista?

CAPÍTULO IX: Hacia una paz estable

CAPÍTULO X: Prólogo o epílogo

 

 

PREFACIO

Los nueve primeros capítulos de este libro fueron escritos entre 1945 y 1946, el resto en 1953, excepto el capítulo II de la 2ª parte que fue la conferencia que di en Estocolmo con motivo de la entrega del Premio Nobel de Literatura. En un principio había pensado incluir la discusión sobre la ética en mi libro Human Knowledge (1), pero decidí no hacerlo porque no estaba seguro de en qué sentido la ética puede ser considerada como “conocimiento”.

Este libro tiene dos propósitos: primero, exponer una ética no dogmática; y segundo, aplicar esta ética a varios problemas políticos actuales. No hay nada de excesivamente original en el sistema ético desarrollado en la primera parte de este libro, y no estoy seguro de que hubiera pensado que valía la pena exponerlo de no ser por el hecho de que, cuando hago juicios éticos sobre cuestiónes políticas, los críticos me dicen constantemente que no tengo derecho a hacerlos, ya que no creo en la objetividad de los juicios éticos. No creo que esta crítica sea válida, pero demostrar que no es válida requiere un cierto desarrollo que en modo alguno puede ser breve.

La segunda parte de este libro no intenta ser una teoría política completa. He tratado varias partes de la teoría política en libros anteriores, y en este libro sólo trato aquellas partes que, además de estar íntimamente relacionadas con la ética, tienen una importancia práctica urgente en el momento actual. He pensado que, al colocar nuestros problemas actuales en un marco muy impersonal, puedo afrontarlos con menos calor, menos fanatismo y menos preocupación y enojo de lo que es frecuente cuando son considerados sólo en un contexto contemporáneo.

Espero también que este libro, que trata todo el tiempo de las pasiones humanas y de sus efectos sobre el destino humano, pueda ayudar a disipar un malentendido no sólo sobre lo que he escrito, sino sobre todo lo que han escrito aquellos con quienes estoy completamente de acuerdo. Los críticos tienen la costumbre de lanzar cierta acusación contra mí que me hace pensar que se acercan a mis obras con una idea preconcebida tan fuerte que son incapaces de darse cuenta de lo que digo en realidad. Se me dice una y otra vez que sobreestimo el pepel de la razón en los asuntos humanos. Esto puede significar que creo que la gente es o debería ser más racional de lo que mis críticos creen que es. Pero creo que hay un error previo por parte de mis críticos, y es que ellos, no yo, sobreestiman de forma irracional el papel que la razón es capaz de juzgar, y esto se produce, creo, por el hecho de que confunden totalmente lo que significa la palabra “razón”.

“Razón” tiene un significado perfectamente claro y preciso. Significa la elección de los medios adecuados para lograr un fin que se desea alcanzar. No tiene nada que ver con la elección de los fines. Pero los enemigos de la razón no se dan cuenta de esto, y piensan que los defensores de la racionalidad quieren que la razón dicte los fines al igual que los medios. En los escritos de los racionalistas no hay nada que justifique esta postura. Hay una frase famosa: “La razón es, y sólo debería ser, esclava de las pasiones.” Esta frase no procede de las obras de Rousseau, Dostoievsky o Sartre, sino de la de David Hume. Expresa una opinión que yo, como todo hombre que intenta ser racional, apruebo por completo. Cuando se me dice, como ocurre con frecuencia, que apenas tengo en cuenta el papel que juegan las emociones en los asuntos humanos, me pregunto qué fuerza motora supone el crítico que considero dominante. Los deseos, las emociones, las pasiones (se puede elegir la palabra que se desee) son las únicas causas posibles de la acción. La razón no es la causa de la acción, sino sólo un regulador. Si yo deseo ir a Nueva York en avión, la razón me dice que es mejor coger un avión que vaya a Nueva York, que uno que vaya a Constantinopla. Supongo que aquellos que me consideran excesivamente racional, creen que debería impacientarme tanto en el aeropuerto como para coger el primer avión que viera, y cuando éste aterrizara en Constantinopla debería maldecir a la gente que me encontrara por ser turcos en vez de americanos. Esta sería una forma de comportamiento adecuada y enérgica, y contaría, supongo, con el elogio de mis críticos.

Un crítico me objeta que digo que sólo las pasiones malas impiden la realización de un mundo mejor, y aún más, pregunta de modo triunfal: “¿son todas las emociones humanas necesariamente malas?” En el mismo libro en que el crítico me hace esta objeción, digo que lo que el mundo necesita es amor cristiano o compasión. Esto es seguramente una emoción, y al decir que esto es lo que necesita el mundo, no sugiero que la razón sea una fuerza conductora. Sólo puedo suponer que al no ser esta emoción ni cruel ni destructiva, no resulta atractiva para los apóstoles de la sinrazón.

¿Por qué se da entonces esta pasión violenta que hace que cuando la gente me lee sea incapaz de darse cuenta de la afirmación más evidente, y siga cómodamente pensando que digo exactamente lo contrario de lo que en realidad digo? Hay varios motivos que pueden llevar a la gente a odiar la razón. Se pueden tener deseos incompatibles y no querer darse cuenta de que son incompatibes. Se puede desear gastar más de lo que se posee y, sin embargo, quere seguir siendo solvente. Y esto puede hacer que odies a tus amigos cuando te muestran los fríos cálculos de la aritmética. Se puede, si eres un profesor a la antigua, desear creer que estás lleno de bondad universal, y al mismo tiempo sentir un gran placer en pegar a los chicos. Para reconciliar estos dos deseos tienes que convencerte de que el castigo físico tiene influiencia correctora. Hay un ejemplo formidable de este modelo en la furiosa diatriba del gran doctor Arnold de Rugby contra aquellos que estaban en contra de las palizas.

Existe otro motivo más siniestro para aprobar la irracionalidad. Si los hombres son suficientemente irracionales, se les puede inducir a que sirvan a tus intereses bajo la impresión de que están sirviendo a los suyos propios. Este caso es muy corriente en la política. La mayoría de los líderes políticos adquieren su posición al lograr que un gran número de personas crean que estos líderes se mueven por deseos altruistas. Es bien sabido que esta creencia se adopta con más facilidad bajo la influencia de la excitación. Las bandas, la oratoria de multitudes, el linchamiento y la guerra son etapas en el desarrollo de la excitación. Supongo que los que defienden la irracionalidad creen que hay una mayor oportunidad de engañar al pueblo provechosamente si lo mantienen en estado de efervescencica. Quizá sea mi aversión por ese tipo de procesos lo que hace que la gente diga que soy excesivamente racional.

Pero pondría a estos hombres ante un dilema: si la razón consiste en una justa adaptación de los medios a los fines, sólo pueden oponerse a ella aquellos que piensan que es bueno que la gente elija medios con los que no puedan lograr sus supuestos fines. Esto supone, o que deberían ser engañados sobre cómo lograr sus supuestos fines, o que sus fines reales no deberían ser aquellos que declaran. El primero es el caso de un pueblo engañado por un führer elocuente. El segundo es el del profesor que disfruta torturando niños, pero que desa seguir considerándose una persona bondadosa. No puedo creer que sea moralmente respetable oponerse a la razón basándose en niguno de estos dos motivos.

Hay otro motivo por el que algunas personas se oponen a lo que ellos creen que es la razón. Piensan que las emociones fuertes son deseables, y que nadie que sienta una emoción fuerte va a razonarla. Parecen pensar que el que tenga un sentimiento fuerte debe perder la cabeza y actuar de forma estúpida, que ellos aplauden porque les demuestra que es apasionado. Sin embargo, no piensan de ese modo cuando su propio engaño tiene consecuencias que a elllos no les gustan. Ninguno, por ejemplo, sostiene que un general debería odiar al enemigo tan encarnizadamente como para ponerse histérico y ser incapaz de actuar razonablemente. No es cuestión, en realidad, de que las pasiones fuertes impidan una apreciación justa de los medios. Hay gente, como el Conde de Montecristo, que tienen pasiones ardientes que conducen sin desviarse a la elección justa de los medios. Que no me digan que los fines de este hombre notable eran irracionales. No existe ningún fin irracional excepto en el sentido de uno que sea imposible de realizar. Los fríos calculadores no son siempre convencionalmente malos. Lincoln calculó friamente durante la Guerra Civil america y fue muy maltratado por los abolicionistas, quienes, como apóstoles de la pasión, deseaban que tomara medidas que parecieran enérgicas, pero que no habrían conducido a la emancipación.

Supongo que la esencia del tema es ésta: que yo no creo que sea bueno estar en ese estado de excitación demente en el que la gente hace cosas que tienen consecuencias totalmente opuestas a lo que desean, como por ejemplo, cuando son atropellados al cruzar una calle porque no pudieron detenerse a observar el tráfico. Aquellos que alababan tal comportamiento, probablemente, o desean ejercer la hipocresía con éxito o sin víctimas de un autoengaño que no son capaces de reconocer como tal. No me da vergüenza pensar mal de ambos casos, y si es por pensar mal de ellos por lo que soy acusado de una excesiva racionalidad, me confieso culpable. Pero si se supone que no apruebo una emoción fuerte, o que creo que todo menos la emoción puede ser causa de acción, entonces niego el cargo del modo más enérgico. El mundo que descarta ver es uno en que las emociones sean fuertes pero no destructivas, y donde, porque están reconocidas, no conduzcan al autoengaño, ya sea al propio o al de otros. Este mundo tendría lugar para el amor, la amistad, la búsqueda del arte y el conocimiento. No puedo esperar satisfacer a aquellos que quieren algo más violento.

(1). “ El conocimiento Humano , traducido por Antonio Tovar, Revista de Occidente , Madrid, 1950, 602 pags. (N. del T.)


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