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Principios de reconstrucción social




Capítulo VIII. Lo que debemos hacer (fragmentos)

¿Qué podemos hacer en bien del mundo mientras vivimos? 

   Muchos hombres y mujeres desearían servir a la Humanidad, pero están perplejos y su poder parece infinitesimal.  La desesperación se apodera de ellos; los que tienen las pasiones más fuertes sufren más por el sentido de su impotencia y están más propensos a la ruina espiritual por falta de esperanza. 

   En tanto que creamos solamente en el inmediato futuro, no es mucho lo que podemos hacer.  Es probablemente imposible para nosotros terminar con la guerra.  No podemos destruir el excesivo poder del Estado o de la propiedad privada.  No podemos, en estos momentos y entre nosotros, llevar una nueva vida a la educación.  En estas materias, aunque podemos ver el mal, no podemos curarle por entero por medio de ninguno de los métodos políticos ordinarios.  Debemos reconocer que el mundo está gobernado con un espíritu erróneo y que un cambio de espíritu no puede venir de un día a otro.  Debemos poner nuestras esperanzas en el mañana, tiempo en que lo que se piensa hoy por unos pocos sea el pensamiento común de muchos.  Si tenemos valor y paciencia podemos pensar los pensamientos y sentir las esperanzas por que, más pronto o más tarde, serán inspirados los hombres, y la debilidad y el desaliento se convertirán en energía y ardor.  Por esta razón, lo primero que debemos hacer es ser claros en nuestras propias mentes en cuanto a la clase de vida que creemos buena y a la clase del cambio que deseamos en el mundo. 

   El último Poder de aqueIlos cuyo pensamiento es vital resulta mucho mayor de lo que parece a los hombres que sufren de la irracionalidad de la política contemporánea.  La tolerancia religiosa fue en un tiempo la especulación solitaria de unos pocos filósofos intrépidos.  La democracia, como teoría, llevó una gran cantidad de hombres al ejército de Cromwell, quienes después de la restauración, la llevaron a América, donde dio sus frutos en la guerra de la independencia.  Desde América, Lafayette y otros franceses que estuvieron combatiendo al lado de Washington i trajeron la teoría de la democracia a Francia, donde se unió a las enseñanzas de Rousseau e inspiró la revolución.  El socialismo, sea lo que sea lo que pensemos de sus méritos, es un Poder grande y creciente que está transformando la vida política y económica, y el socialismo debe su origen a un número muy pequeño de teorizantes aislados.  El movimiento contra la sujeción de la mujer, que se ha hecho irresistible y no está lejos de un completo triunfo, empezó por el mismo camino, con unos pocos idealistas impracticables - Mary Wollstonecraft, Shelley, John Stuart Mill.  El Poder del pensamiento en el largo transcurso es mayor que ningún otro Poder humano.  Los que tienen la facultad de pensar y la imaginación para pensar de acuerdo con las necesidades de los hombres realizarán quizá, más pronto o más tarde, el bien a que aspiran, aunque no probablemente mientras vivan todavía. 

   Pero los que quieren ganar el mundo por el pensamiento deben resignarse a perderle como sostén en el presente.  La mayor parte de los hombres van a través de -la vida sin inquirir mucho, aceptando las creencias y las prácticas corrientes que encuentran, sintiendo que el mundo será su aliado si no se ponen en oposición con él.  Un nuevo pensamiento sobre el mundo es incompatible con esta confortable aquiescencia; requiere cierto destacamento intelectual, cierta energía solitaria, un Poder de dominar interiormente el mundo y los modos de apreciar que el mundo engendra.  Sin una voluntad para estar solitario no se puede realizar un nuevo pensamiento.  Y no se realizara para ningún propósito si la soledad va acompañada del alejamiento o si el destacamento intelectual lleva al desprecio.  Es a causa de que el estado mental requerido es sutil y difícil, porque es duro estar destacado intelectualmente y no alejado, por lo que el pensamiento sobre las cosas humanas no es común y los más de los teorizantes son o convencionales o estériles.  La clase recta de pensamiento es rara y difícil, pero no es impotente.  No es el temor a la impotencia lo que nos puede apartar del pensamiento, si tenemos el deseo de traer al mundo una nueva esperanza. 

   Buscando una teoría política que haya de ser útil en un momento dado, lo que se necesita no es: la invención de una Utopía, sino el descubrimiento de la mejor dirección del movimiento.  La dirección que es buena en un tiempo es superficialmente muy diferente de la que es buena en otro tiempo.  El pensamiento útil es el que indica la dirección recta para el tiempo presente.  Mas para juzgar lo es la dirección recta hay dos principios generales que son aplicables siempre: 

1. El progreso y vitalidad de los individuos y las colectividades han de ser promovidos en toda la extensión posible. 

2. El progreso de un individuo o de una colectividad ha de ser lo menos possible a  expensas de  otro individuo u otra colectividad. 

   El segundo de estos principios, aplicado por un individuo en sus relaciones con los demás, es el principio de reverencia, por el que la vida de otro tiene la misma importancia que sentimos que tiene nuestra propia vida.  Aplicado impersonalmente en la política, es el principio de libertad, o más bien comprende, como una parte de él, el principio de libertad.  La libertad en sí misma es un principio negativo; nos dice que nos interpongamos, pero no nos da una base para la reconstrucción.  Demuestra que muchas instituciones políticas y sociales son malas y que deben ser barridas, pero no nos muestra las que deben ser puestas en su lugar.  Por esta razón se requiere un principio más avanzado para que nuestra teoría política no sea puramente destructiva. 

   La combinación de nuestros dos principios no es una materia fácil en la práctica.  Muchas de las energías vitales del mundo van por canales opresivos.  Los alemanes se han mostrado extraordinariamente llenos de
energía vital, pero desgraciadamente, en una forma que parece incompatible con la vitalidad de sus vecinos.  Europa, en general, tiene más energía vital que África, pero ha empleado su energía en agotar en África, por medio del industrialismo, la poca vida que los negros poseían.  La vitalidad de la Europa sudoriental está siendo agotada por el suministro de trabajo barato para las empresas de los millonarios americanos.  La vitalidad de los hombres ha sido en el pasado un obstáculo para el desarrollo de las mujeres, y es posible que en un futuro próximo las mujeres se conviertan en un obstáculo similar para los hombres.  Por estas razones, el principio de reverencia, aunque no suficiente en sí mismo es de una importancia muy grande y es apto para indicar muchos de los cambios políticos que requiere el mundo. 

   En orden a que ambos principios puedan ser satisfechos, lo que se necesita es una unificación o integración, primero, de nuestras vidas individuales, después, de la vida de la colectividad y del mundo, sin sacrificio de la individualidad.  La vida de un individuo, la vida de una colectividad, y aun la vida de la Humanidad, deben ser no una cantidad de fragmentos separados, sino un todo en cierto sentido.  Cuando esto sucede el progreso del individuo es alentado y no es incompatible con el progreso de los otros individuos.  Por este camino se llega a la armonía de los dos principios. 

   Lo que integra una vida individual es un propósito creativo consistente o una dirección inconsciente.  El instinto solitario no bastará para dar unidad a la vida de un hombre o de una mujer civilizados; debe haber algún objetivo dominante: una ambición, un deseo de una creación científica o artística, un principio religioso o afectos fuertes y duraderos.  La unidad de vida es muy difícil para el hombre o la mujer que han sufrido descalabros de cierto género, esto es, por haber sido refrenado o abortado el impulso dominante.  La mayor parte de las profesiones infligen, al fin, este género de derrota a un hombre.  Si un hombre se hace periodista, probablemente tendrá que escribir para un periódico cuya política le disgusta; esto mata en él el orgullo de su trabajo y el sentido de la independencia.  La mayor parte de los médicos encuentran verdaderamente penoso la obtención del éxito sin la charlatanería, por lo que queda destruida cualquier conciencia científica que pudieran haber tenido.  Los políticos están obligados no solamente a tragarse el programa del partido, sino a pretender ser santos, en orden a estar a bien con las personas religiosas que los apoyan; difícilmente podrá entrar un hombre en el Parlamento sin hipocresía.  En ninguna profesión hay respeto alguno para el orgullo nativo, sin el cual ningún hombre puede permanecer entero; en el mundo se le aplasta cruelmente, porque implica independencia, y los hombres, mas que ser libres ellos mismos, desean esclavizar a los otros.  La libertad interna es infinitamente preciosa y una sociedad que la preserve es imnensamente deseable. 

   No se aplasta necesariamente el principio de progreso en un hombre para evitar que haga alguna cosa definida,  sino que se aplasta en él, frecuentemente, para persuadirle a que haga alguna otra.  Las cosas que aplastan el progreso son las que producen un sentido de impotencia en las direcciones en que los impulsos vitales desean ser efectivos.  Las cosas peores son aquellas a que la voluntad da su asentimiento.  Con frecuencia, principalmente después del fracaso del propio conocimiento, la voluntad del hombre está a un nivel más bajo que su impulso; su impulso va hacia algún género de creación, mientras que su voluntad va hacia un estadio convencional donde tenga una renta suficiente y el respeto de sus conciudadanos.  El ejemplo estereotipado es el artista que produce un trabajo pedestre por complacer al público.  Pero algunos de los impulsos definidos del artista existen en muchos hombres que no son artistas.  Por ser el impulso profundo y mudo, por estar frecuentemente contra él lo que se llama sentido común, porque un joven únicamente puede seguirle si pone sus propios sentimientos oscuros por encima y en contra de las sabias y prudentes máximas de los más viejos y de los amigos, ocurre en el 99 por 100 de los casos que un impulso creativo sobre el cual pudo haber nacido una vida libre y vigorosa es estorbado y torcido en su iniciación primera; el joven consiente en hacerse un instrumento, no un trabajador independiente; un simple medio para el cumplimiento de los demás, no el artífice de lo que su propia naturaleza siente que es bueno.  En el momento en que ejecuta este acto de consentimiento algo muere dentro de él.  Nunca volverá a ser de nuevo un hombre total, nunca volverá a tener de nuevo ileso el respeto a sí mismo, el orgullo erguido, que pudo haberle mantenido feliz en su alma, a despecho de todas las perturbaciones y dificultades exteriores, excepto naturalmente, si se convierte y hace un cambio fundamental en el camino de su vida. 

(...) 

   La integración de una vida individual requiere la incorporación de cualquier impulso creativo que el hombre pueda poseer, y que su educación haya sido encaminada a deducir y fortalecer ese impulso.  La integración de una comunidad requiere que los diferentes impulsos creativos de los diferentes hombres y mujeres obren conjuntamente hacia una vida común, hacia un propósito común, no consciente de modo necesario, y que todos los miembros de la colectividad encuentren una ayuda para su realización individual.  Las más de las actividades que brotan de los impulsos vitales consisten en dos partes: una creativa, que va más allá de la propia vida de uno y de los demás, con el mismo género de impulso o de circunstancias; y otra posesiva, que impide la vida de algún grupo con diferente género de impulso o circunstancias. 

(...) 

   La guerra ha puesto en claro que es imposible producir una integración segura de la vida de una colectividad particular mientras las relaciones entre los países civilizados estén gobernadas por la agresividad y la suspicacia.  A causa de esto, cualquier movimiento realmente poderoso de reforma tendrá que ser internacional.  Un movimiento simplemente nacional fracasará seguramente ante el temor y el peligro del exterior.  Los que desean un mundo mejor, o aunque sólo sea un mejoramiento radical del propio país, tendrán que cooperar con quienes tienen deseos similares en otros países, y consagrar gran parte de su energía a sobreponerse a la hostilidad ciega que la guerra ha intensificado.  No es en las integraciones parciales, como las que produce el patriotismo solitario, en lo que se ha de buscar la última esperanza. El problema está tanto en las cuestiones nacionales e internacionales como en la vida individual, en mantener lo que es creativo en los impulsos vitales, y  al mismo tiempo hacer que vaya por otros canales la parte que al presente es destructivo. 

   Los impulsos y deseos de los hombres se pueden dividir en creativos y posesivos. Algunas de nuestras actividades van dirigidas a crear lo que no existiría de otro modo; otras van dirigidas hacia la adquisición o la retención de lo que existe ya. El impulso creativo típico es el del artista; el impulso posesivo típico es el del propietario.  La vida   mejor es la que hace el papel mayor de los impulsos creativos y el menor de los posesivos.  Las instituciones mejores serán las que produzcan la creatividad más grande posible y la posesividad menor, 

(... ) 

   El Estado y la Propiedad son las grandes incorporaciones de la posesividad; por esta razón es por lo que van contra la vida y hacen la guerra.  La posesión significa tomar o conservar alguna cosa buena de cuyo disfrute se prive a otro; la creación significa poner en el mundo alguna cosa buena que de otro modo no pudiera disfrutar nadie.  (...) El principio supremo en política y en la vida privada debe ser promover todo  lo que sea creativo, y disminuir así los impulsos y deseos que se concentran alrededor de la posesión. 

(...) 

   La educación, el matrimonio y la religión son esencialmente creativos, si bien han sido viciados por la intromisión de motores posesivos. La educación está tratada usualmente como un medio de prolongar el statu quo  destilando prejuicios, más bien que de crear un pensamiento libre y una noble apreciación de las cosas por el ejemplo de sentimientos generosos y el estímulo de la aventura mental. En el matrimonio, el amor que es creativo, está encadenado por los celos, que son posesivos. La religión, que establecería libremente la visión creativa del espíritu, se atiene, generalmente, más a la represión de la vida del instinto y a combatir las sublevaciones del pensamiento. Por todos estos lados, el miedo que crece sobre la posesión precaria ha reemplazado a la esperanza inspirada por la fuerza creativa. 

(...) 

   Pero aunque la diversión y la aventura deban tener su parte, es imposible crear una vida buena si son las que principalmente se desean.  El subjetivismo, el hábito de dirigir el pensamiento y el deseo hacia nuestros propios estados mentales más bien que hacia algo objetivo, hace la vida inevitablemente fragmentaria y no progresiva.  El hombre para quien la diversión es el fin de la vida tiende a desinteresarse gradualmente de las cosas fuera de las cuales está acostumbrado a obtener diversión, desde el momento en que no da valor a aquellas cosas por su propia aliento, sino a cuenta de los sentimientos que producen en él.  Cuando ya no son divertidas el aburrimiento le arrastra a buscar estímulos nuevos, que decaen a su vez.  La diversión consiste en una serie de momentos sin una continuidad esencial; un propósito que unifica la vida es de los que requieren una actividad prolongada, y es como construir un monumento y no un infantil castillo de arena. 

   El subjetivismo tiene otras formas además de la mera persecución de la diversión.  Muchos hombres cuando están enamorados se interesan más en su propia emoción que en el objeto de su amor; este amor no lleva a ninguna unión esencial, sino que deja entera una separación fundamental.  Tan pronto como la emoción se desarrolla con menos vida, la experiencia ha cumplido ya su propósito y no busca ya un motivo para prolongarla.  En otro camino, el mismo mal del subjetivismo fue alentado por la religión y la moralidad protestantes por dirigir la atención hacia el pecado y el estado del alma más bien que al mundo exterior y a nuestras relaciones con él. ninguna de esas formas de subjetivismo puede evitar que la vida de un hombre sea fragmentaria y aislada.  Solamente una vida que brota de los impulsos dominantes, dirigidos a fines objetivos, puede ser un todo satisfactorio o estar íntimamente unida a las vidas de los demás. 

(...) 

   El mundo civilizado tiene necesidad de cambios fundamentales si ha de ser salvado de la decadencia; cambios en su estructura económica y en su filosofía de la vida.  Aquellos de nosotros que sienten la necesidad del cambio no deben caer todavía en una desesperación estúpida: si los seleccionamos podemos tener una profunda influencia en el futuro.  Podemos descubrir y predicar la clase de cambio que se requiere, la clase de cambio que preserve lo que es positivo en las creencias vitales de nuestro tiempo y por la eliminación de lo que es negativo y no esencial produzca una síntesis a la que pueda rendir homenaje todo lo que no es puramente reaccionario.  Tan pronto como se haya puesto en claro la clase de cambio que se requiere, será posible trabajar sobre sus condiciones con más detalle.  Pero hasta que la guerra haya terminado no hay por qué estudiar los detalles, desde el momento que no sabemos qué clase de mundo va a dejar la guerra.  Lo único que parece indudable es que se requerirá mucho pensamiento nuevo en el mundo nuevo producido por la guerra.  Los criterios tradicionales prestarán poca ayuda.  Es claro que las acciones más importantes de los hombres no van guiadas por la especie de motivos que se alientan en las filosofías políticas tradicionales.  Los impulsos merced a los cuales la guerra se ha producido y se ha sostenido vienen de una región más profunda que la mayoría de argumentos políticos. 

(...) 

   Las filosofías de vida, cuando son ampliamente creídas, tienen también una influencia muy grande en la vitalidad de una colectividad.  La filosofía de vida más ampliamente aceptada al presente es que lo que importa más para la felicidad de un hombre es su renta.  Esta filosofía, aparte de otros deméritos, es dañosa porque conduce a los hombres a aspirar a un resultado más bien que a una actividad, a un disfrute de bienes materiales en el que no se diferencian los hombres más bien que a un impulso creativo que incorpore la individualidad de cada hombre.  Las filosofías más refinadas, tal como la alta educación las instila, inducen a fijar la atención en el pasado más bien que en el futuro, y sobre el proceder correcto más bien que sobre la acción efectiva.  No es en filosofías tales donde los hombres pueden encontrar la energía para llevar alegremente el peso de la tradición y los conocimientos siempre acumulados. 

   El mundo tiene necesidad de una filosofía o de una religión que promuevan la vida.  Pero en orden a promover la vida es necesario dar valor a algo más que a la vida solamente.  La vida consagrada solamente a la vida es animal, sin ningún real valor humano, incapaz de preservar a los hombres permanentemente del fastidio y del sentimiento de que todo es vanidad.  Si la vida ha de ser plenamente humana debe servir a algún fin que parezca en cierto sentido fuera de la vida humana, algún fin que sea impersonal y esté sobre el género humano, tal como Dios, o la Verdad, o la Belleza.  Los que mejor promueven la vida no tienen vida para su propósito.  Aspiran más bien a lo que parece como una encarnación gradual, una introducción en nuestra existencia humana de algo eterno, algo que se aparece a la imaginación como viviendo en un ciclo remoto de las luchas y los fracasos y las devoradoras jaurías del Tiempo.  El contacto con este mundo eterno, aunque sea solamente un mundo de nuestra imaginación, trae una fuerza y una paz fundamental que no pueden ser totalmente destruidas por los combates y aparentes derrotas de nuestra vida temporal.  Esta feliz contemplación de lo eterno es lo que Spinoza llama el amor intelectual de Dios.  Para aquellos que le han conocido una vez es la llave de la sabiduría. 

   Lo que debernos hacer, prácticamente es diferente en cada uno de nosotros, según nuestras capacidades y nuestras oportunidades.  Pero si tenemos la vida del espíritu dentro de nosotros, lo que debemos hacer y lo que debemos evitar se nos hará visible. 

   Por el contacto con lo eterno, por la consagración de nuestra vida a traer algo de lo divino a este mundo perturbado, podemos hacer que nuestras propias vidas sean creativas aún hoy, incluso en medio de la crueldad y de la lucha y el odio que nos rodean por todas partes.  Hacer creativa la vida individual es más duro en una comunidad basada en la posesión que lo sería en una colectividad como la que el esfuerzo humano podrá construir en el futuro.  Los que han de empezar la regeneración del mundo deben hacer frente a la indiferencia, a la oposición, a la pobreza, a la murmuración.  Deben poder vivir por la verdad y el amor con una racional esperanza inconquistable; deben ser honrados y sabios e ir guiados por un propósito consistente.  Una corporación de hombres y mujeres inspirados así, conquistará primero las perplejidades y dificultades de sus vidas individuales; después, con el tiempo, quizá aun dentro de mucho tiempo solamente, al mundo exterior.  Sabiduría y esperanza es lo que necesita el mundo; y aunque combate contra ellas, les concede su respeto al fin. 

   Cuando los bárbaros saquearon Roma, San Agustín escribía La ciudad de Dios, poniendo una esperanza espiritual en lugar de la realidad material que habla sido destruida.  A través de los siglos que siguieron, la esperanza de San Agustín vivió y daba vida, mientras Roma descendía a ser una aldea de chozas.  También nos es necesario a nosotros crear una nueva esperanza, construir en nuestro pensamiento un mundo mejor que el que se está impeliendo a la ruina.  Por ser los tiempos malos se requiere más de nosotros de lo que se requeriría en tiempos normales.  Solamente un supremo fuego de pensamiento y de espíritu puede salvar a las generaciones futuras de la muerte que ha sobrevenido sobre las generaciones que conocemos y amamos. 

He tenido la buena fortuna de estar en contacto, como maestro, con jóvenes de muchas naciones diferentes, jóvenes en quienes estaba viva la esperanza, en los que existía la energía creativa que hubiera realizado en el mundo alguna parte al menos de la belleza imaginada por que vivían.  Han ido a la guerra, unos de una parte, otros de otra.  Algunos están todavía combatiendo, otros están mutilados para siempre, otros han muerto; de los que sobreviven, puede temerse que muchos hayan perdido la vida del espíritu, habrá muerto la esperanza, se habrá gastado la energía, y los años por venir serán para ellos solamente una jornada fatigante hacia la tumba.  De esta tragedia, ni unos pocos de los que enseño parecen tener el sentimiento: con lógica crueldad prueban que aquellos jóvenes han sido sacrificados inevitablemente por algún fin fríamente abstracto; imperturbables, se deslizan apresuradamente en el placer tras un momentáneo asalto del sentimiento.  En hombres así la vida del espíritu está muerta.  Si estuviera viva subirían a unirse en espíritu con aquellos jóvenes con un amor tan penetrante como el amor del padre o de la madre.  Si no hicieran aprecio de sus propios destinos, la tragedia de aquéllos hubiera sido su propia tragedia.  Alguna vez gritarían: «No, esto no está bien hecho esto no es bueno; no es una causa sagrada ésta, en la que la flor de la juventud está siendo destruida y enturbiada.  Nosotros los viejos somos los que hemos pecado; hemos enviado a los jóvenes a los campos de batalla por nuestras malas pasiones, nuestra muerte espiritual, nuestro fracaso de vivir generosamente sobre el ardor del espíritu y sobre la visión viva del espíritu.  Dejadnos salir de nuestra muerte, porque nosotros somos los que hemos muerto, no los jóvenes que cayeron a causa de nuestro miedo a la vida.  Sus espectros tienen más vida que nosotros: ellos nos exponen para siempre a la afrenta y a la vergüenza de las edades por venir.  Sobre sus sombras debe llegar la vida, y somos nosotros los que debemos vivificarla.» 


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